Papa Francisco
La mayor parte de las reacciones han revelado la inmensa carencia de espiritualidad que anega nuestra incultura dominante. Y, desde luego, no solo entre los no católicos.
El primer deber de gratitud de todo católico ante la muerte del Papa es rezar por él. La mayor parte de las reacciones han revelado la inmensa carencia de espiritualidad que anega nuestra incultura dominante. Y, desde luego, no solo entre los no católicos. Han dominado los juicios sobre su pontificado llenos de superficialidad y politicismo. Se diría que ha fallecido un dirigente político. Lo fundamental, es decir, su línea teológica y pastoral y, sobre todo, su capacidad para hacer visible a Cristo, se oculta y se ignora. Es loable su defensa de los más pobres, vulnerables, de los homosexuales y transexuales, de las mujeres y de la naturaleza. Pero todo esto es secundario. La Iglesia Católica ha cumplido a lo largo de su historia una labor social y humanitaria como ninguna otra institución. Pero esto es derivado de su misión suprema y fundamental. La Iglesia no es una organización de socorro y beneficencia. Esto está contenido en su doctrina social, pero no constituye su naturaleza esencial. Y a veces se olvida que junto a la opción por los que sufren, también está la opción por los ricos y pecadores, que son los que más necesitan la salvación. Cristo dio algún ejemplo de esto. Después de amar a Dios sobre todas las cosas, el mandato supremo es amar al prójimo como a uno mismo. Incluidos los que se declaran nuestros enemigos. Aunque muchos no lo tienen fácil, es, por lo tanto, correcto amarse a sí mismo. Pero el amor es una exigencia moral; no una ideología.
El imperativo de todo católico y del primero de ellos, el Papa, es invalidar el dictamen de Nietzsche: «Ya la palabra «cristianismo» es un malentendido—, en el fondo no ha habido más que un cristiano, y ése murió en la cruz. El «evangelio» murió en la cruz». Y también dijo: «El «reino de Dios» no es algo que se aguarde; no tiene un ayer ni un pasado mañana, no llega dentro de «mil años» —es una experiencia en un corazón; está en todas partes, no está en ningún lugar…».
La conversión del catolicismo en una ética y, más aún, en una política entraña su desnaturalización. Claro que hay una ética cristiana, basada en la imitación de Cristo, pero el cristianismo no es una doctrina moral. La competencia intelectual tampoco es lo más importante, aunque no sea desdeñable. No parece que Jesús de Nazaret se comportara como un intelectual participante en los grandes debates de su tiempo. Quería convertir más que convencer. Otra cosa es que tampoco sea conveniente deslizarse hacia las fronteras del populismo.
Lo importante es su condición de Vicario de Cristo, de guardián del tesoro de la Revelación y de la esperanza en la inmortalidad de la persona. Esto es lo que hay que valorar: si uno lo ve y lo escucha y le parece estar ante la imagen de Cristo. En este sentido, qué poco se habla de su última encíclica «Dilexit nos» (Nos amó). Esto no importa. Lo relevante parece ser si agrada a los comunistas o si visitó o no a la oposición venezolana. Incluso la indeclinable cercanía a los más vulnerables no es lo principal. Lo que hay que analizar es su fidelidad, mayor o menor, al depósito de la fe, que incluye la tradición eclesial, es decir, su magisterio doctrinal.
El «progresismo» siniestro, más aún si es español, adolece de una triste carencia de entendimiento. En sus aplausos incondicionales no parece tener en cuenta algunos aspectos esenciales de su magisterio. Por ejemplo, la enseñanza de la verdad de que Cristo era hombre y Dios a la vez, que resucitó, que nació de una Virgen, que murió en la cruz para redimir a todos los hombres, que nos perdona los pecados a través de los sacerdotes, que a los hombres nos aguarda una vida eterna, que el materialismo es una concepción falsa de la realidad, que la negación del espíritu deshumaniza al hombre y lo arrastra hacia la barbarie, la realidad de la gracia de Dios y la llegada del Reino de Dios. Todo esto lo ha defendido el Papa. ¿También le aplauden por esto? Aquí van las últimas palabras de su última encíclica. Refiriéndose al banquete del Reino celestial afirma: «Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras diferencias con la luz que brota incesantemente de su Corazón abierto. Bendito sea». Amén.