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Perro come perroAntonio R. Naranjo

A propósito de Víctor de Aldama

Bien mirado, el empresario es un héroe involuntario o al menos alguien que busca la redención contando toda la verdad

De Aldama han dicho de todo quienes más temen que diga la verdad, como si sus ataques al empresario fueran, en realidad, una confesión de culpa: cada vez que lo ridiculizaban, una nueva prueba, indicio o testimonio le daba la razón, con el consiguiente incremento de los desprecios y las excusas por parte de los afectados y sus tertulianos, siempre dispuestos a decir que, si Sánchez conduce borracho y atropella a una anciana en un paso de cebra, la culpa es de la anciana.

La participación en los hechos del propio Aldama le da ya de entrada una credibilidad incuestionable, aumentada por la necesidad de ayudar a la Justicia para reducir su castigo, que en todo caso es irrelevante a efectos públicos: por mucho que se empeñen en decir que el corruptor es el empresario, cualquiera con dos dedos de frente sabe que el drama es que haya tenido que pasar por el trance de pagar para trabajar y que quienes obligan a ello son cargos públicos con mando en plaza y unas tragaderas morales inmensas.

A saber cuántos Aldamas se han tenido que enfrentar al dilema de que, para mantener sus compañías y pagar cientos de nóminas, era preceptivo pasar por caja, según un sistema que no eligen ni crean ellos, pero les enfrenta a la decisión de ser decentes y cerrar o tragar para sobrevivir.

Contribuye a asentar esa sensación de que él mismo es una víctima de los corruptos, aunque eso no le libre de pagar su parte penal alícuota, la rapidez con que todos se coaligaron en señalarle, como si de su pérfida mente delictiva hubiera podido nacer una trama inviable sin el impulso o la complicidad del ramillete de políticos socialistas ahora señalados: quienes firmaban los contratos, elegían adjudicatarios y soltaban la pasta eran ellos, verdadero «nexo corruptor» de un negocio mafioso al que no le adivina el fin, ni geográfico ni económico, adornado por escenas de cama y mantel de una categoría moral ínfima.

Él es el bueno de la película, o el menos malo, y el único que tiene disculpa y justificación: su pretexto es que, sin pagar, no podía trabajar. Y su redención, que desde que les pilló a todos el carrito del helado, es el único que ha colaborado con los jueces y la Guardia Civil: mientras el PSOE desplazaba a Leire Díez para fabricar montajes contra la UCO y los tribunales o Cerdán, Koldo y Ábalos se negaban a declarar; Aldama no ha dejado de dar pistas, indicios, testimonios y pruebas para enterrar a los corruptos, por venganza, decencia, interés o todo a la vez.

Y le ha añadido un componente personal de lo más interesante: lo de tomarse como un reto quitarle la careta a la organización siciliana que gobierna el país, exhibiendo en público esa ambición redentora, es un caso único y plausible en la historia negra de España, donde nadie había añadido a la negociación judicial para reducir su condena una vocación personal de poner a los malos en su sitio, como si aquello fuera el duelo en OK Corral y él llevara la placa de Wyatt Earp.

No estamos ante un fabulador, pues, sino ante alguien que aún no lo ha contado todo, bien por proteger a clientes propios de la resaca reputacional o penal de su irrupción en escena, bien por acompasar sus revelaciones con los tiempos judiciales más benévolos para sí mismo.

Que no habla de oídas lo atestigua un simple dato: todos los que decían desconocerle han quedado retratados por la catarata de pruebas documentales de lo contrario, con ejemplos tan bochornosos como el del propio Pedro Sánchez o el de Reyes Maroto, ambos negacionistas de unos contactos perfectamente demostrados luego con imágenes y conversaciones que en sí mismas ya debieron obligarles a dimitir.

Aldama, bien mirado, es un héroe involuntario, el tipo que llega a una encrucijada y resuelve tirar por el camino recto, a sabiendas de que en la meta no habrá un premio, pero sí tal vez una rehabilitación: si consigue que toda la chusma corrupta que se acercó a él quede en evidencia y que la gente entienda que Sánchez y sus colaboradores son lo mismo, quizá haya que plantearse hasta hacerle un busto. Lo que no han logrado ni las Cortes, ni la Constitución, ni los electores, ni el Estado de Derecho, quizá pueda conseguirlo él por el estimable método de decir toda la verdad y nada más que la verdad.

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