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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Hasta aquí hemos llegado, Sánchez

La sociedad española, la oposición, las instituciones y la propia democracia deben encontrar la manera de desalojar a Sánchez sin más dilación

Pedro Sánchez es presidente del Gobierno porque hace siete años puso una moción de censura, tan legal como ilegítima por la naturaleza de sus aliados y los objetivos antagónicos de todos ellos, en nombre de la regeneración política: habían condenado a un par de alcaldes madrileños por sus infames corruptelas y el fallo consideró al PP partícipe a título lucrativo, lo que equivale penalmente a decir que se benefició del delito, pero ni lo conoció ni lo cometió.

En realidad el líder del PSOE iba a ser desalojado de su partido, por sus propios compañeros, y vio allí la ocasión de sobrevivir con otra de sus trampas, envueltas como todas en la habitual retórica del personaje, auxiliada por un magistrado que incorporó al fallo una valoración extemporánea de Rajoy, válida para aquilatar la coartada sanchista y finalmente revocada por la Justicia cuando el mal ya estaba hecho.

Esos son los antecedentes del actual presidente: un dudoso sentido de la democracia, un instinto salvaje de supervivencia a cualquier precio, una maniobra artera para esquivar su destino escrito y, finalmente, el sacrificio de los intereses nacionales en el altar egoísta de los chantajes de sus extorsionadores, llamados «socios» para camuflar con un eufemismo la naturaleza mafiosa de su acuerdo.

Nadie, sin ese currículo germinal, resistiría en ningún país civilizado de Europa la hoja de servicios que luce esta calamidad bíblica. Y aún menos sí, a la ilegitimidad en origen, se le añade un escandaloso despropósito endémico ya en ejercicio, y en todos los frentes.

Desde luego el estrictamente democrático, alterado por el reiterado desafío de este cacique con ínfulas a la separación de poderes, a la necesidad de sustentar acuerdos aritméticos en proyectos comunes y no en trampolines destructivos del país, al bloqueo parlamentario derivado de todo ello y sustentado en la inexistencia de Presupuestos Generales del Estado y en la burda colonización con adeptos, sicarios, mercenarios y lacayos del último rincón institucional del país, al objeto de prolongar la ficción de que representa a la mayoría y tiene de su parte el derecho.

Pero también en el moral: con un secretario de Organización en la cárcel y otro camino de ella tal vez hoy mismo; su fiscal general, su esposa y su hermano al borde de severas condenas y con la evidencia documental de que durante años ha habido mordidas, pagos en metálico, comisiones, adjudicaciones teledirigidas, enchufismo descarado y negocios sicilianos en momentos tan delicados como la propia pandemia; el dilema no es cuándo debe dimitir Sánchez, sino cuándo se le investiga a él mismo para determinar si su participación en las tramas no es solo la de colaborador involuntario pero necesario, sino también la de inductor o cómplice beneficiario.

Huelga decir que si a este bodegón de los horrores se le incorpora su lucrativa pertenencia al clan de los prostíbulos del suegro y los dividendos que obtuvo por vía marital, al desplome político y penal se le suma otro estético simplemente insoportable. El paladín de la abolición es un rentista del sector; el heraldo de la transparencia le debe su carrera a los Tres Mosqueteros de corrupción (Santos, Ábalos y Koldo); el heraldo del progresismo tiene enchufada a la familia y a sus principales amigos y el estandarte de la higiene ha tolerado, tapado o disfrutado de una red de intereses que toca a su partido, a varios ministerios y a su Gobierno, ya veremos con qué consecuencias judiciales.

Ya está bien. España debe decir «hasta aquí hemos llegado» y proceder, en consecuencia, ni un paso más allá de la democracia, pero ni uno por debajo de los anchos límites que esta perfila. Todo Sánchez es un fraude, como su doctorado o la cátedra de su esposa, y todo en él es una estafa de apariencia delictiva.

Al líder del PSOE hay que tratarle como él maltrata al Estado de derecho, con todas sus herramientas activas y una simbiosis decente y desinteresada de quienes piensan así y deben olvidarse, durante un momento, al menos, de sus intereses particulares. A Sánchez hay que echarlo a patadas. Patadas democráticas, claro, pero patadas.

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