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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Cervantes: sólo texto

El Cervantes de Alfredo Alvar Ezquerra es, con toda precisión, eso que su subtítulo enuncia: «La verdad del hombre a través de sus documentos». Nada más que eso

A lo largo de casi medio siglo, los que fueron mis alumnos escucharon, el primer día de clase, idéntica advertencia: aquí no se les va a dar a ustedes un solo dato biográfico; ni del autor ni de nadie; si tienen interés en saber de eso, les firmaré de inmediato el cambio grupo. Aquí sólo van a soportar análisis de textos.

«Hacer un Cervantes queer ha sido un deber moral, porque yo soy homosexual». Hace un par de meses, cuando leí el hallazgo pensé que era una broma. Dado mi no muy sólido sentido del humor pasé a otra cosa: los chistes, más bien, me aburren. Más tarde, un amigo más paciente me explicó que la cosa iba en serio. Deduje, en buena lógica, que si un día me decidía a hacer una biografía de Charlie Parker, tendría el deber moral de describirlo bajito, calvo y más bien blancucho. Y que el día en que me dé por poner forma académica a mi fascinación por Carson McCullers, habrá de ser haciendo de ella un varón heterosexual europeo: deber moral al que me forzaría mi exigencia de no ser encerrado en ningún armario.

¿Da risa? Sí. ¿Tiene remedio? También: abstenerse de engrosar la taquilla del exhibidor de tan hondas exigencias morales. E invertir lo así ahorrado en comprar una buena edición del Quijote o de las Novelas ejemplares. Y disfrutar, en esas páginas, de una belleza frente a la cual la transitoria identidad libidinal –sea ésta la que sea o la que no sea– del autor es una fruslería.

La fortuna –y el buen hacer de una editora tan poco común como Ymelda Navajo– vino a corregir la tierna estupidez del artista moral y libidinalmente identitario, poniendo en los estantes de las librerías, por las mismas fechas, uno de esos volúmenes que nos hacen aún creer en la testarudez de los grandes libros: un gran libro de libros, un sobrio volumen, en cuyo trazado el escritor inmenso que fue Cervantes comparece tan sólo a través de los documentos que hacen ineludible su obra.

El Cervantes de Alfredo Alvar Ezquerra es, con toda precisión, eso que su subtítulo enuncia: «La verdad del hombre a través de sus documentos». Nada más que eso. Los afectos, los deseos y aun las conmociones que en el personaje que se estudia tienen el don de trastrocarnos en lo moral y en lo estético, son aquellos que construyen las páginas más que memorables de su obra: esas que uno puede releer con la certeza de que, cada vez, lo dejarán herido de un gozo o de una melancolía nuevos, esas que, al releerlas, sabrá el lector hasta qué punto son, de un modo misterioso, más intensas y más reales que acontecimiento material alguno de su vida propia.

Y dar con la genealogía de tal milagro exige sólo dos cosas. Poco habituales. Erudición y paciencia. Para abordar el laberinto, enredado en cuyos hilos un hombre escribe. Y entender que ese que escribe es un hombre que se sabe muchos hombres. «En fin, las vidas de Cervantes… se fraguaron por medio de un sinfín de momentos emocionales». Y se trocaron en imborrable documento, allá donde la sintaxis puso orden y disciplina a todos ellos. En la obra bien hecha existe el nombre; nada más que en ella. Que es la única «verdad» que nos importa –y nos trasciende– en aquel Miguel de Cervantes Saavedra, cuyas rutas y extravíos el libro de Alvar nos permite entender.

Alvar ha tenido, para acometer eso, que encerrarse en los archivos. Durante años. Sólo en esa cabezonería de luchar contra el polvo de lo olvidado, puede un investigador hacer que la vida retorne, en chispazos cegadores, a través de los intersticios de la gran obra. Porque un escritor –si hablamos de un escritor grande y, en este caso, hablamos del más grande– es apenas una mota de polvo en la maquinaria de sutilezas endiabladas que es su obra. El «quién soy» y el «quién seré», que con primor exacto despliega Alvar, logra poner ante nuestros ojos la red de dichas y fracasos, a través de los cuales la inteligencia de un soldado alcalaíno, nacido en 1547, se forjará la voz en la cual la lengua española tejió su conquista más alta. En el despliegue de ese «yo narrador», mediante el cual un hidalgo manchego en la ruina ve pasar por sus alteradas mientes todas las metáforas de la enfermedad que devora a su patria, es un espejo despiadado lo que Alonso Quijano alza ante nuestro rostro: Cervantes es nosotros.

Y ese nosotros se llama «documentos». Sólo documentos, con paciencia rastreados. Todos los documentos imprescindibles para entender que Cervantes no es un autor sólo, que Cervantes es sinécdoque de nuestra modernidad trágica. Y que a esa tragedia damos su nombre propio: «España».