Jugar con la muerte
Al abrigo de su confortable puesto de caza, avistaban a un ciudadano que salía a comprar el pan o el periódico, ajustaban el visor, disparaban. Los precios variaban según la pieza. Parece que los niños eran más caros
Hay sucesos no previstos que nos hieren, porque tocan el corazón de lo legendario: ese punto en el que mito y realidad se ensamblan en la mente humana. Y esas irrupciones, al tiempo, se nos hacen inmediatas e imposibles.
De las noticias más recientes, ninguna se me ha antojado tan primordial como esa que nos llegó la semana pasada desde los juzgados italianos y que yo leí primero en crónica del británico The Guardian. Tras una denuncia presentada por el escritor Ezio Gavazzeni, «los fiscales de Milán, encabezados por Alessandro Gobbi, han abierto investigación con el objetivo de identificar a los italianos implicados en un caso de homicidio voluntario con agravante de crueldad y motivación abyecta…».
El relato que viene a continuación es tan literario –mala literatura de horror gótico, pero literatura– que se nos hace insufrible darle textura real. Y, al mismo tiempo, sabemos hasta qué punto esa realidad suya es verosímil. Investiga la Fiscalía a «ciudadanos italianos» –pero también se sugiere la participación de alemanes, franceses e ingleses– que habrían practicado la «caza de hombres» en los Balcanes de los años noventa. Son descritos como «turistas francotiradores» que, a alto precio económico, eran transportados por el Ejército de Radovan Karadzic a las colinas que rodean Sarajevo, «para que pudieran, desde allí, disparar a placer sobre la población». Gavazzeni insiste en el pulcro carácter deportivo del carísimo juego: «No había motivaciones políticas ni religiosas. Eran personas adineradas que iban allí por diversión y satisfacción personal. Hablamos de gente aficionada a las armas, que quizá frecuenta campos de tiro o realiza safaris en África».
Hay una de las más fantasmales películas de la historia del cine que dio, en 1932, textura a esa exacta pesadilla de la caza humana como puro deporte. Se llamó El juego más peligroso (The most dangerous game), aunque fue más conocida en España como «La caza del conde Zaroff». Schoedsack, Cooper y Pichel la rodaron –sobre un cuento de Richard Connell–, inmediatamente antes de realizar su legendario King-Kong y utilizando los mismos decorados y banda sonora. También, a la bellísima Fay Wray. La trama ha tenido una enormidad de remakes, todos malísimos. Pero ese film primero queda como una referencia mayor para el cinéfilo: la caza 'más peligrosa', la del hombre, es la única apuesta que está a la altura del predador más refinado, el hombre. El plano que sella el final destino de Zaroff queda entre los más intensos de la historia del cine.
Había en aquella monstruosa historia, sin embargo, una pizca de soberbia, de la que el conde cazador necesitaba gloriarse ante sus presas: la equidad en el combate. Y, con ella, la posibilidad de que el cazado tenga a su alcance un resquicio –por escaso que sea– en el cual cazar al cazador. E invertir así al destinatario de la muerte. En tal dimensión aristocrática, cifra el misántropo la pasión de su juego: poder perder. Y –en reverencial guiño a Pascal y a Dostoyevski– poder perderlo todo.
Los millonarios europeos, que contrataban su puesto de caza en las colinas de Sarajevo, no eran de esa desaforada especie del aristócrata ruso de Schoedsak. Tienen demasiados millones que perder para correr siquiera el riesgo de dejarse quitar la vida. Al abrigo de su confortable puesto de caza, avistaban a un ciudadano que salía a comprar el pan o el periódico, ajustaban el visor, disparaban. Los precios variaban según la pieza. Parece que los niños eran más caros: un detalle humanitario, imagino. Los ancianos salían casi gratis. Y en el placer del tirador no había recelo alguno de peligro. Sólo una limpia transacción de mercado.
Tomo de la biblioteca, el ensayo de un clásico en tiempos feroces. Freud, 1915: «Lo que ningún alma humana desea no hace falta prohibirlo, se excluye automáticamente. Precisamente la acentuación del mandamiento ‘No matarás’ nos ofrece la seguridad de que descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos, que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre».
Al final, todo es cuestión de precio.