Hoy sí sería realmente ilegal
La muerte del músico Jorge Martínez, de 70 años, nos recuerda unos tiempos donde se respiraba más libertad que ahora
Ha muerto en Oviedo por un cáncer de páncreas el músico asturiano Jorge Martínez, aquel hombretón de metro noventa y mirada desquiciada que lideró durante cuatro décadas la banda de rock Ilegales.
El hecho de que haya durado 70 años debería ser investigado en alguna facultad de Medicina puntera, porque Jorge Ilegal se bebió todo aquello con un poco de octanaje que encontró a su paso. Allá, en las alegrías de los ochenta, lo vi culminar uno de sus conciertos apurando a morro una botella de güisqui. No era un truco escénico: cuando concluyó el alarde, dos asistentes se lo tuvieron que llevar sosteniéndolo por las axilas, más grogui que un boxeador noqueado.
Sin embargo, supondría un reduccionismo injusto quedarnos solo con su afición a lo que él llamaba eufemísticamente «disfrutar de los festejos nocturnos». Aunque en la Facultad de Derecho asturiana lo único que frecuentó fue la cantina, se trataba de un tipo cultivado, amén de un elocuente guitarrista, de selecto paladar musical.
Jorge Ilegal, el supuesto salvaje, confesaba que durante el encierro forzoso del covid se había entretenido buceando en Tomás Moro, Luis Vives y Erasmo de Róterdam. De ancestros nobiliarios, entre sus ilustres antepasados figuraba un militar y marino avilesino, gobernador en el XVI de La Florida y Cuba. Jorge tampoco era ningún paria bohemio en lo que hace al bolsillo. Se murió con tres casas y dos soberbias colecciones: una de guitarras y otra de soldaditos de plomo.
Cuando llegó la noticia de que el hombre irrompible se había roto, pregunté a algunos compañeros del periódico por él. Casi nadie sabe quién era. Tampoco les sonaba su banda, Ilegales, que en su día vendieron toneladas de discos y abarrotaban estadios en Hispanoamérica. Esa ignorancia me recordó de manera cruda que voy viejo y me avivó una leve nota de nostalgia de mi entretenida mocedad, allá en los ochenta.
En mis días universitarios en Pamplona acudíamos como gran novedad a los conciertos de los flamantes grupos españoles: Radio Futura, Siniestro, Golpes Bajos, Nacha Pop, Danza Invisible, Secretos... Y también Ilegales, claro, los más macarras y punkis del lote, unos bárbaros norteños. Sentíamos que estábamos rompiendo con el viejo mundo de nuestros padres, el de Manolo Escobar, Peret y la copla. Nos creíamos muy modernos estrenando las noches largas, aunque no lo éramos.
La muerte de Jorge Ilegal me trae morriñas de unos días que hoy contemplo como más bien inocentones, a pesar de que nos creíamos los más listos y audaces. En el año 84, cuando triunfaban los primeros Ilegales, nos desplazábamos para acudir a conciertos de la mal llamada Movida, etiqueta un tanto postiza, pues cada banda iba a su aire. La mayoría tocaban fatal, en especial las pésimas secciones rítmicas, y a veces cantaban todavía peor. Pero tenían su gracia, que con frecuencia radicaba en la provocación irónica.
En los primeros años universitarios, alguna vez fuimos a ver conciertos al pabellón de Mendizorroza, en Vitoria. No puedo perdonar una batallita. Salía entonces con una chica encantadora, de ancha inteligencia, muy guapa y con una sofisticación cosmopolita que me convertía a su vera en un gañancete. Era la hija, ay, de un consejero del Gobierno vasco del PNV de Garaicoechea. En una ocasión me invitó a comer en su casa familiar alavesa, con sus padres presidiendo. El trato resultó exquisito. Pero el rictus del padre, la primera vez que escuchó mi acentazo gallego, lo delataba todo. Allí comencé a captar de manera vivencial de qué van los nacionalistas vascos.
Jorge Ilegal, que se definía como «indigente en cuestión de miedos», escribía unas letras epatantes, con algún verso hollando lo impresentable. Pero muchas veces también daba en la diana. Era muy largo en sus declaraciones. Esta fue, por ejemplo, su osada valoración del aclamado fenómeno Rosalía: «No vale nada. Es una tonadillera hortera, que pega cosas de aquí y de allá y se las pasan por el ordenador» (me temo que concuerdo, aunque asumo que tiene una voz excelente).
«Si hay una revolución contad conmigo», proclamaba bravucón el calvo avilesino. Pero las dos veces que tuve ocasión de charlar con él, una a comienzos de siglo y otra hace tres años en El Debate, me encontré con un tipo educado, cabal y de risa sincopada. Gozaba, además del cariño casi universal de los de su gremio, algo muy difícil. Cuando agonizaba dolorido en el hospital de Oviedo, músicos, amigos hacían turnos velando las últimas horas del impenitente solterón, un hombre secretamente tímido y tierno, que se pasó la vida penando a una novia de juventud que murió por la supina estupidez de la heroína: «No hay día que no la recuerde».
Jorge Martínez, el ilegal, se puso la corrección política por montera toda su vida. Es triste pensar que lo que cantaba y soltaba en los ochenta por su bocaza sin filtro hoy no atravesaría el cedazo de lo permitido.
No sé si me engaña una idealización falsaria del pasado, pero me temo que en los ochenta fuimos mucho más libres que hoy. Empezando por el significativo detalle de que no existían ni internet ni los móviles, la puerta del control absoluto, la pasarela a unas vidas gregarias.
Hoy, en estos días de plomada woke e hiperpolitización de todo, Jorge sí sería realmente ilegal.