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El astrolabioBieito Rubido

Llegada tarde del avión

En España, la cultura de la atención al cliente es una asignatura pendiente de las grandes compañías: tienden a maltratar a la gallina de los huevos de oro, que no somos otros más que los ciudadanos

Tranquilos, todavía no voy a hablar de los vuelos del Falcon a República Dominicana. Todo llegará. Ya lo dice el Eclesiastés, todo lo oculto acaba apareciendo. Hoy voy a descansar de tanta corrupción y escándalos y me voy a referir a una tomadura de pelo que nos ofrecen habitualmente las compañías aéreas españolas. Por múltiples razones tengo que volar de un lugar a otro de España y padezco este tipo de arbitrariedades de las compañías. La más sangrante es la explicación que nos dan a los clientes sobre los retrasos. Lo habrá escuchado usted muchas veces. Tras más de media hora de demora, desde la megafonía le dice: «Causa del retraso: llegada tarde del avión». ¡¿Cómo?! Lo definido no puede ser la definición. La llegada tarde del avión es el retraso en sí mismo. A partir de ahí puede obedecer a una rueda pinchada, a un motor que se estropeó, a una tormenta inesperada, a huelgas de controladores, a que un piloto se durmió, incluso a un motín a bordo de algún pasajero. Sin duda el catálogo puede y seguramente es muy amplio. Seguro que hay todo un buen número de causas, pero, por favor, no vuelvan a decirnos por megafonía que la causa del retraso es la llegada tarde del avión. Eso es el retraso en sí mismo.

Creo que en España la cultura de la atención al cliente, al ciudadano, en definitiva, es una asignatura pendiente por parte de las grandes compañías de servicios varios: las empresas eléctricas, las telefonías, las compañías de seguros, los bancos o las líneas aéreas tienden a maltratar a la gallina de los huevos de oro, que no somos otros más que los clientes, los usuarios, los ciudadanos. A veces esa falta de amabilidad y de servicio la quieren disimular con imposturas y disfraces: somos los más verdes, los que mejor café damos, los más puntuales, los que unimos amor con amor, los que te protegen de noche… mentira. Nos tratan fatal y con nuestro pequeño tamaño de hormiga frente al elefante enredado en burocracia y teléfonos atendidos por máquinas, frente a eso, nosotros solo podemos responder con resignación.

El tiempo es el bien más preciado que posee el ser humano. Es cierto que nos lo da Dios gratis, pero también es cierto que nuestro tiempo es finito y por eso es oro en sí mismo. Por tanto, no es justo que nos lo dilapide un tercero, pero menos justo es que nos tome el pelo. Don Manuel Fraga, el león de Villalba y creador de la gran derecha española del siglo XX, hacía gala ser muy puntual. Para mi gusto lo era en exceso. Solía ir siempre media hora antes del inicio del acto al que tuviera que acudir. En una ocasión viajé con él a Estrasburgo. Nos alojamos en el hotel Sofitel de aquella bella ciudad francesa. Me citó al día siguiente a desayunar a las siete y media de la mañana. Acudí puntual a esa hora y Fraga ya había desayunado, zampado varios cruasanes y leídos todos los ejemplares de la prensa del día. Decidí entonces adelantar un cuarto de hora mi comparecencia del día siguiente. La escena era la misma que el día anterior. Lo intenté de nuevo a las siete de la mañana, ya que pernoctamos cinco noches en Estrasburgo. Fraga ya había desayunado. Opté por no competir con él. Lo peor fue el último día de nuestra estancia. La víspera me había dicho que a las ocho y media de la mañana nos recogería un coche para irnos al aeropuerto. Eran las siete y media y ya me estaba llamando: «Rubido, baje que ya está aquí el coche». Yo estaba terminando de hacer las maletas. Segunda llamada. «Baje, Rubido, que se nos hace tarde». Hubo hasta una tercera llamada. Fraga presionaba mucho cuando se empeñaba en ello. Me había adelantado la cita en una hora. Hice la maleta como pude y cuando se abrió la puerta del ascensor, nuestro hombre me arrebató las maletas y se fue con su singular caminar hacia un Renault 25 que nos esperaba en la puerta. La verdad es que aquello me empequeñeció. Allá iba el gran político llevándose mis dos maletas, mientras yo quedaba rezagado en la entrada del Sofitel.

Aprendí varias cosas. Una, que hay que hacer la maleta la noche anterior a la partida. Dos, que con Fraga siempre había que tener una buena disculpa que justificase el retraso. Entonces, todavía, no había escuchado la explicación de las compañías aéreas. De haber sabido lo que sé hoy, le podría haber dicho: «Causa del retraso, llegada tarde de Bieito».