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En la identidad de Dios con un hombre concreto, de repente el lado de la ecuación importa. «Dios se hizo hombre» no es una noticia: es la noticia. Todo cambia a partir de ahí, para todos y para siempre. Un hombre habla en nombre del Padre y –de un modo incomprensible que atormentó al San Agustín– también es Dios. Un escándalo entonces, una sonrisa ahora. Pero aquí sucedió algo que contradice un conocido rasgo de la naturaleza humana: la barrera de la proximidad. Creo que fue Ernesto Sabato, no sé, el que observó la imposibilidad de reconocer verdadera grandeza en alguien a quien has visto comer macarrones. Quizá Sábato, o quien fuera, sangraba por la herida y atribuyó la falta de ciertos reconocimientos literarios, sin duda merecidos al hecho de que le juzgaran personas que habían estado físicamente cerca de él, que le habían visto comer macarrones demasiadas veces. ¿Por qué él y no yo? –se preguntan los malos amigos con una envidia y mezquindad que no muestran si el gran literato está muy lejos–. En otra ciudad. A poder ser, en otro país, en otro continente y en otra época.

Pero con el Nazareno sucedía lo contrario. Cuanto más cerca estaba de alguien, más cambiaba este su vida, más dispuesto estaría a darla después para extender la Palabra. Algunos dirán que debía tener mucho «magnetismo», lo que resulta bastante deprimente. Más aún que vayan a refutar la tesis de los macarrones con el contraejemplo de los líderes sectarios contemporáneos. Los que tienen mucho magnetismo son estos, buenos o malos en su intención y malos siempre en su resultado. Y creo que les he respondido. A no ser que la civilización que nació de la raíz judía, el orden de valores que impregnaría ya todo, les parezca un mal. En cuyo caso, los que seguramente viven en una secta contemporánea son ellos. Con todo, lo que el Redentor nos dejó, lo que no pudieron ver los filósofos griegos privados por Dante del Paraíso, es la posibilidad de la Salvación. Su mensaje no fue de solidaridad, por mucho que le duela al espíritu de los tiempos, sino de caridad. Siendo el núcleo, regresemos, la salvación de la propia alma y, para los mejores, también la de las almas ajenas.

A Jesús, que nace hoy, le vienen admirando desde Renan los que solo ven al hombre extraordinario. Su ‘Vida de Jesús’ fue al ‘Index Librorum Prohibitorum’, porque no se imaginaban lo que venía: comparar a Dios con el Pato Donald, personajes de ficción. Personas leídas sueltan idioteces de este calibre. De nuevo lo siento por ellos, pues se pierden algo de lo que se puede gozar sin fe: el deslumbramiento por la irreductible originalidad, la inexplicable difusión y la reveladora pervivencia de un mensaje que todo lo trasciende. Y una clave a la que también tendrían acceso intelectual: que Dios se encarnó para ser el cordero sacrificial. Para ser, como comprendió René Girard, el último chivo expiatorio. Ese bebé.