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¿A dónde va la UE?

En marzo del 2022, Ucrania y Rusia llegaron en Turquía a un acuerdo que preservaba la integridad territorial de Ucrania a cambio de su no entrada en la OTAN. En aquel momento Boris Johnson, –otra vez el Reino Unido sembrando discordia– consiguió que Zelenski no lo rubricase

La UE da la impresión de carecer de un plan estratégico y, por tanto, de la luz con la cual estos planes iluminan el camino cuando las cosas se complican. Buena parte de sus decisiones actuales parecen estar influenciadas por la guerra de Ucrania y por una cierta miopía acerca de debilidades estratégicas que tarde o temprano tendremos que enfrentar. Entre estas debilidades están la subordinación a los intereses de los EE.UU. y el enorme coste fiscal de todo lo producido en la UE.

Un ente dependiente no desarrolla estrategia porque esta le viene dictada. A su vez, un coste fiscal elevado no acompañado de ventajas tecnológicas diferenciales termina por desindustrializar –y empobrecer– a aquellas economías que los sufren.

La guerra de Ucrania, una cuestión coyuntural fruto de estrategias ajenas, se ha convertido en foco de decisiones con efectos graves para la UE. A su vez, la nula atención de Bruselas a los efectos de nuestros costes fiscales es causa de la deslocalización de empresas a otras geografías menos onerosas como los EE.UU. Hoy importamos de los EE.UU. productos antes europeos como los BMW.

Mientras los presidentes Trump y Putin tratan de resolver la guerra de Ucrania y sus causas profundas, la UE y el Reino Unido parecen buscar el regreso al statu quo anterior al golpe de Estado de Maidan en 2014. Golpe que derribó a un Yanukovich elegido democráticamente e instauró un gobierno cuyos miembros fueron designados por Victoria Nuland, a la sazón subsecretaria de Estado para Europa.

La posición de la UE sobre cuestiones como la devolución de Crimea y de los cuatro «oblasts» ganados hasta ahora por Rusia es tan irrealizable que apenas muestra el desinterés por una solución pactada y quizás el temor de que los EE.UU. y Rusia lleguen a un acuerdo directamente. Una posición que expondría la escasa relevancia de la UE y su condena para los próximos siglos a la enemistad con nuestro principal vecino. Riquísimo, enorme y poco poblado, por cierto.

Como decía Brzezinsky, el dominio de la masa terrestre euroasiática exige el control de Ucrania; un país antirruso en su occidente y de lengua rusa en la parte oriental que ya está incorporada a Rusia. Ucrania –rica en recursos y grande en superficie para los estándares de la UE–, habría sido una preciadísima adición a la Unión Europea incluso sin sus depósitos de litio, cuya mayor parte está en territorios hoy ya controlados por Rusia. En el occidente de Ucrania, que incluye la histórica ciudad rusa de Odessa, tuvieron presencia Polonia, Hungría y Rumanía. Los registros de propiedad polacos mantienen los datos de varias ciudades de esta parte de la actual Ucrania.

En marzo del 2022, Ucrania y Rusia llegaron en Turquía a un acuerdo que preservaba la integridad territorial de Ucrania a cambio de su no entrada en la OTAN. En aquel momento Boris Johnson, –otra vez el Reino Unido sembrando discordia– consiguió que Zelenski no lo rubricase tras serle prometida la ayuda militar y financiera necesaria. Hoy, en 2025, ya sabemos que Ucrania terminará perdiendo no menos del 25 % de su territorio si acepta una estricta neutralidad militar. La alternativa es la ya probable pérdida de Odessa con graves efectos en la viabilidad de Ucrania. De momento Rusia no ha objetado a la entrada en la UE de lo que quede de Ucrania, pero es posible que el Kremlin termine dándose cuenta de que, hasta ahora, todo lo que entra en la UE termina siendo parte de la OTAN cuya razón de ser es, precisamente, Rusia.

Javier Solana al hablar de las primeras sanciones a Rusia, afirmó en 2022, que dicho «castigo» costaría a los ciudadanos comunitarios tres veces más que a los rusos. Tres años más tarde hay razones para pensar que se quedó corto porque la Sra. Von der Leyen está hoy exigiendo un incremento del 250 % del presupuesto militar y la pérdida del control nacional sobre el mismo que pasaría a ser gestionado por una autoridad central. Ya sabemos que el 70 % de las compras del primer presupuesto que se acerca al billón de euros sería de armas producidas por EE.UU. Al río revuelto de los anuncios guerreros toda una revolución centralizadora se prepara en Europa.

Es decir, se aleja el escenario de un espacio europeo seguro y libre de amenazas para todos sus miembros. Algo bastante distinto de dos bloques enfrentados por diseño. Con cada expansión de la OTAN hacia el este nuestros misiles se acercan a Moscú hasta quedar hoy a menos de 10 minutos. ¿Es razonable esperar que Rusia no reaccione a pesar de que su presupuesto militar no llega al 10 % del de los EE.UU. y de la UE?

Estas y otras iniciativas de Bruselas no suelen ser objeto de discusión abierta y transparente, pero debieran serlo porque muestran las consecuencias de las decisiones políticas y cuestionan la misma continuidad de una UE cuyos ciudadanos y países retengan algún poder sobre la guerra y la paz. Hoy existe el claro riesgo de que estas decisiones se tomen por gentes no elegidas por los ciudadanos o, incluso, que sean tomadas por personajes ajenos a nosotros resultado de componendas desconocidas de la ciudadanía.

Junto a la cuestión de quién y cómo decide sobre la guerra y la paz existe otro problema importante. La deslocalización empresarial europea a los EEUU. Nadie puede sorprenderse de ella porque los costes fiscales son un poderoso factor de pérdida de competitividad y las empresas europeas están desplazándose a los EE.UU. y con subvenciones de Washington ya desde el mandato de Biden.

Así pues, nos encontramos, casualmente, con una UE hostil hacia Rusia tras habernos vetado a nosotros mismos el acceso a los recursos y mercados rusos. El resultado es la no viabilidad de la industria alemana y de otras de menor entidad.

Esta pérdida de competitividad es tan evidente que hasta organismos de la ONU lo han resaltado. En efecto, el último informe de la OMPI mostraba que China duplicaba a los EE.UU. en solicitudes de patentes y otros registros de propiedad intelectual con un 40 % de la actividad global. Japón, con un 10 %, la mitad que Estados Unidos, ocupaba el tercer lugar y Corea del Sur, con un 6,7 %, el cuarto. La Unión Europea, que entonces incluía al Reino Unido, era la quinta «potencia» con un 5,6 %. Lo realmente chocante era que la UE tiene casi diez veces la población de Corea. Una grave situación desconocida del gran público.

Así las cosas es ilustrativo recordar los «grandes esfuerzos estratégicos» de la UE en los últimos 25 años:

1. Implantación de las ideologías de género. Leyes del Parlamento Europeo de febrero del 2006.

2. Imposición del CO₂ y de su impuesto asociado, que arranca en 2012 a 4 euros por Tm y ha llegado a superar los 100 euros por Tm encareciendo nuestra producción como si, literalmente, no hubiese un mañana.

3. Implantación de políticas «ambientales» ideológicas cuando no causa directa de catástrofes como la reciente de Valencia o nuestro apagón eléctrico. Políticas que desincentivan la producción agrícola interna al tiempo que inducen la deslocalización industrial.

El resto del mundo –incluyendo los EE.UU.– nos deja solos en estos «esfuerzos». Si añadimos la mayor fiscalidad del mundo nuestro suicidio está servido. Recordemos que toda fiscalidad termina siendo otro coste del producto.

Por todo ello es imperativo un cambio estratégico muy importante si la UE quiere mirar hacia un futuro de progreso. Ello implica no solo buscar espacios de libertad y de autonomía crecientes. También hemos de revisar lo construido desde la dependencia estratégica así como las jerarquías políticas que sirvieron a la dependencia y que quizás no sean las necesarias para afrontar el futuro.