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20 de abril de 2024

En primera líneaÁlvaro de Diego

Los dioses tienen sed

No vivimos los tiempos de la Revolución Francesa. Pero nuevos jacobinos, ahora de moqueta y ministerio, cargan desde el poder contra la Monarquía y la Transición que nos trajeron la democracia

Actualizada 02:05

La Academia Sueca lo ha vuelto a hacer. Una vez más y por cubrir el expediente, se ha cubierto de gloria. El último galardonado con el Nobel de Literatura es un perfecto desconocido para el común de los mortales y quizá también para los eruditos. Responde a un nombre solo al alcance de logopedas. Aldulrazak Gurnah nació, como la mayoría de los personajes de sus relatos, en el desaparecido Sultanato de Zanzíbar y llegó al Reino Unido en 1968 como refugiado político. La gratitud hacia el país de acogida no logró impedírselo: pronto se alzó como una de las voces autorizadas contra el colonialismo occidental. Si de los papanatas de cuota de Estocolmo dependiera, no viajaríamos al final de la noche. Tampoco debatiríamos sobre el contrato social. Ni siquiera, sobrecogidos, contemplaríamos cómo «tiritan, azules, los astros, a lo lejos». Y es que, puestos a poner pegas, Céline, Rousseau o Neruda resultaron tan genios literarios como malas personas. El tipo de hombres al que nadie en sus cabales confiaría el rosario de su madre.
Gurnah apenas comparte un Premio Nobel con el escritor escogido por los académicos suecos hace ahora un siglo. Jacques-Antoine-Anatole Thiboult, más conocido como Anatole France, que nació cerca de París en 1844. Hijo de un humilde librero (que aprendió a leer y a escribir en el servicio militar), France disfrutó de la gloria en vida. Novelista de éxito, el lector compulsivo que odiaba el oficio de librero obtuvo el Nobel de Literatura en 1921. A su muerte, apenas tres años después, se le tributaron solemnes funerales de Estado.
Sin embargo, France cometió varios errores de los que no se perdonan. Autor de difícil clasificación, no se sometió a ninguna escuela y prescindió de padrinos. Enemigo de las covachuelas, el nieto de un zapatero analfabeto gustaba de vivir a la intemperie. De él se dice que practicó una ética de izquierdas siendo un tradicionalista estético. Sorprende, de hecho, que un reconocido ateo como él expresara una desconfianza cerval hacia el ser humano y despreciase la idea positivista del progreso. En la archilaica Francia exhibía una moral más propia del Antiguo Testamento y solía burlarse de los evangelistas revolucionarios. No hace falta mucha intuición para comprender lo que vendría después. Cuando se apagó el eco del último homenaje, a France no se conformaron con olvidarle; le echaron al olvido. Un poeta como Neruda, se encargó de consumar el desprecio. Al sucederle en la Academia Francesa, Paul Valéry rehuyó su nombre en el discurso de ingreso. Apenas lo refirió «como aquel escritor que llevaba el nombre de nuestro país». Si cada cual ofende como puede, un lírico ofende casi siempre con la palabra. Aunque se vaya a quedar con tu silla.
Álvaro de Diego 17/oct/2021

Lu Tolstova

En Los dioses tienen sed France firmó su mejor novela. Ambientada en el terror de la Convención Nacional, relata las andanzas de un joven discípulo de Jean Louis David, el pintor Evariste Gamelin. Gamelin es un asceta jacobino que cree fervorosamente en Robespierre y la redención de un mundo surgido de las cenizas y del fuego. Incapaz de toda ternura, no espera clemencia ninguna de sus enemigos. Se cuenta entre quienes aniquilaron la monarquía, convencido de que no hay más opciones que la muerte o la victoria.
En cierto momento, Gamelin afronta los reproches de su madre. El frío revolucionario tiene que escuchar la verdad de una mujer del pueblo: con los emigrados se han marchado el dinero y la confianza. La revolución que ha roto tantos cristales apenas da de comer a los vidrieros. Pero quizá las mejores páginas de la novela se nos revelan cuando los sans-culottes se distraen con las cartas. Han sido incapaces de adaptar el juego a las nuevas ideas y corrigen su presunta falta de civismo esgrimiendo el naipe roído del rey como el del «cerdo».
No vivimos los tiempos de la Revolución Francesa. Pero nuevos jacobinos, ahora de moqueta y ministerio, cargan desde el poder contra la Monarquía y la Transición que nos trajeron la democracia. Los naipes que ahora esgrimen no están roídos. Aunque no sean dioses, no les falta sed a los jugadores. Ni sectarismo.
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