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En Primera LíneaJavier Junceda

Ancianos vulnerables

El acentuado envejecimiento poblacional en España está multiplicando esta vulnerabilidad silenciosa que sufren a diario cientos de miles de ancianos. Y no hay freno moral que lo impida o al menos que lo atenúe

La maldad existe, y no es un estado patológico, sentenció uno de los padres de la psiquiatría española. La frecuencia con que nos sorprenden los comportamientos perversos permite cuestionarnos la razón de su surgimiento. Las causas son múltiples, pero en mi experiencia coinciden con la ociosidad: quien tiene mucho entre las manos no suele contar con demasiado tiempo para bellaquerías. Aunque los misterios que encierra el malvado sean una vexata quaestio, imposible de desentrañar aquí, apúntense algunos rasgos también sacados de mi cosecha particular: hay retorcidos que no se consideran como tales y otros que han llegado a esa categoría a través de dos lacras bien extendidas, la envidia y los celos.

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El Debate (asistido por IA)

De esa malicia no se libra el contexto familiar. Es más, constituye paradójicamente uno de los terrenos donde mejor germina. Los que nos dedicamos al derecho conocemos infinidad de variedades de este mal obrar, con repercusiones significativas en el patrimonio de quienes siempre debieran heredar bajo el sacrosanto prisma de la equidad. Aparte de los casos delictivos que fuerzan a unos padres a quebrar ese elemental equilibrio, existen otros más taimados que persiguen idéntico resultado. Pensemos en el hijo engatusador o que se hace la víctima para conseguir beneficios sucesorios inconfesables, o el que emplea maquinaciones jurídicas para lo mismo, con frecuentes visitas a su bufete de confianza y, luego, al notario para hacer firmar a unos ancianos bizcochables algo que ni entienden ni tan siquiera saben leer.

En estos supuestos, la arquitectura institucional prevista para la protección de las personas de avanzada edad no sirve de gran cosa, pese a su voluntarismo. Estas indecentes maniobras acostumbran a urdirse en la intimidad, con abuelos o padres achacosos, que solo piensan en sus dolencias.

La sinvergonzonería que hay detrás de esto pone los pelos de punta. Pero, como se ha generalizado tanto, adviertes con estupor que pasa desapercibida. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, siguen pensando algunos, y si ese bollo hay que repartirlo poco, miel sobre hojuelas. Nuestra sociedad coloca hoy a estas situaciones en la estantería de consecuencias de la condición humana que pasan porque tienen que pasar, como algo indeseable aunque inevitable, tal vez porque las herramientas legales tampoco son del todo eficaces para atar corto al canalla que discurre chanchullos así.

Otra de las modalidades de esta lamentable perturbación parental consiste en el lavado de cerebro a los nonagenarios, a menudo por razones vinculadas al afianzamiento de infantiles roles de poder intrafamiliar. De nuevo aquí los damnificados son quienes resultan influenciados por unos frente a otros en sus últimos años de vida, cuando debieran seguir disfrutando de una existencia conforme a sus propios criterios. Estas prácticas suelen ser habituales en familias numerosas, pero las he conocido en las demás.

En estas coyunturas, el que menos importa es el mayor. Su dignidad acostumbra a arrinconarse, colocando en su lugar intenciones inmaduras. Los ardides empleados para ello admiten incalculables formatos, desde achacar al contacto con unos u otros familiares los problemas en la salud de un padre o una madre, hasta intervenir sin recato sus teléfonos para controlar sus comunicaciones. Los disidentes son sin excepción unos apestosos enemigos denunciables, por amenazar el statu quo de los que tienen claro su infame objetivo manipulador en unos impresentables juegos de tronos.

El atento lector podrá añadir muchas más clases de este deplorable maltrato a unos viejos que, como canta Joan Manuel Serrat, se les aparta después de habernos servido bien. En tantas ocasiones, ni siquiera de una mínima libertad pueden gozar antes de doblar la servilleta, al malvivir secuestrados por los suyos, padeciendo un síndrome de Estocolmo que le trae al pairo a sus desalmados raptores, agazapados en las salitas de estar de sus víctimas.

El acentuado envejecimiento poblacional en España está multiplicando esta vulnerabilidad silenciosa que sufren a diario cientos de miles de ancianos. Y no hay freno moral que lo impida o al menos que lo atenúe. Quizá ponerlo sobre el tapete de forma pública contribuya a ser más conscientes de este penoso panorama que aqueja a muchos de nuestros progenitores, apuntando con el dedo acusador a sus puñeteros causantes, para que al menos reciban un severo reproche social, que bien merecido lo tienen.

  • Javier Junceda es jurista y escritor