Y entonces llegaron las bermudas...
No paran de construir casas, y más casas, cada vez más grandes y caras, y, sin embargo, en Comillas no dejan de cerrar sitios. A lo mejor es un acto de protesta montañesa frente a la invasión indiscriminada a la que se están viendo sometidos
Lo malo de los pantalones cortos, o bermudas, es que la gente se los pone como si fueran algo normal, no una excepción desesperada para jugar al golf. Hemos llegado a un punto de inflexión en el que salir a cenar en verano enseñando las piernas peludas se considera ético porque «es que son muy cómodas». Y, claro, es en estos detalles donde uno percibe con claridad la decadencia de Occidente.
También es cierto que, en España, todo dependía un poco de dónde pasaras el verano. Si ibas a Cádiz y tu día consistía en atravesar honrosamente una franja de horas horripilantes de calor, lo normal era hacerlo con un atuendo de batalla en el que las bermudas eran parte fundamental. Es, hasta cierto punto, comprensible. Pero eso solo sucedía en zonas del sur o del Levante, donde el calor es tan riguroso que no queda más remedio que ceder a la tentación y enseñar las pantorrillas en aras de la salud.
Ahora todo se ha democratizado. Los pantalones cortos han llegado incluso a los rincones más recónditos de Galicia, Asturias, Cantabria y el País Vasco, y la gente los usa en todo tipo de situaciones. Hace poco asistí a la típica cena veraniega en casa de unos conocidos. Quien veranea en el norte sabe que, por las noches, gracias a los dioses, refresca. Una bendición doble: por el bienestar de los allí presentes y, sobre todo, por el buen gusto. Ese fresquito hizo que la elegancia fuera, o hubiese sido, una norma imperante, y que las bermudas quedaran relegadas al imaginario colectivo hasta hace bien poquito.
Pues bien, en aquella cena pude ver a tres hombretones de casi cuarenta años con sus bermudas puestas, y no parecía que hubieran tenido ninguna urgencia. Es verdad que nunca los había visto por esos lares, pero lo cierto es que ya no voy a poder olvidarlos. Un hombre en pantalones cortos a las doce y media de la noche, intentando parecer una persona respetable, es una imagen que permanece.
Desde hace algunos años asisto a la llegada de las bermudas al norte con cierta nostalgia. Porque con esa prenda han llegado muchas más cosas que, quien lleva tiempo yendo por allí, ya ha comprobado: los coches gigantes e impolutos, la construcción desaforada, los atascos, las playas abarrotadas, etcétera, etcétera, etcétera.
Lo que yo conozco desde hace tres décadas es Comillas, pero por lo que escucho aquí y allá, está ocurriendo en todas partes de Castilla para arriba. La esencia, como casi todas las esencias en España, no es que se esté perdiendo: es que ya se perdió hace mucho tiempo. Lo que antes era un veraneo familiar y muy agradable se ha convertido en una escalada social sin precedentes, en la que las normas de Madrid se han trasladado a Comillas sin pararse a pensar si el paisaje, y el paisanaje, han cambiado también.
No se confundan con lo que les digo. A mí me parece fenomenal que todo el mundo pueda veranear donde le plazca, solo faltaba. Es una señal inequívoca de prosperidad, y me alegro sinceramente por ello. Lo único que constato es el cambio que se ha producido en los últimos años y que, sin duda, ha alterado el ritmo al que estábamos acostumbrados. Ahora, para que se hagan una idea: si quieres reservar una mesa para cenar cualquier día de agosto en un restaurante decente de la zona, o llamas en mayo, o te olvidas. ¡En mayo!
Pasear por el pueblo por las mañanas, una de mis actividades favoritas, se ha convertido en un suplicio insoportable. Está todo lleno de gente por todas partes. Porque, claro, no olvidemos que Comillas es un pueblo con infraestructura de pueblo. Cabe lo que cabe, por mucho que nos empeñemos. Y el resultado de ese empeño ha sido saturarlo todo: playas, supermercados, cafeterías, restaurantes, tiendas, estancos. Han puesto hasta un trenecito turístico de esos en los que te subes para recorrer Comillas a diez kilómetros por hora, entorpeciendo gravemente la vida, ya de por sí incómoda, de los vecinos en agosto.
Y lo de la playa… eso ya da para un artículo entero. Yo, que tengo dos niños pequeños, no sabría cómo explicarles lo que es intentar ir por la mañana a disfrutar de un trozo de arena cada vez más escaso. Para que se hagan una idea: para llegar a una zona más o menos decente, tardo unos 25 minutos, si hay suerte, y tengo literalmente que lanzar mi coche por una especie de cañón, poniendo en peligro la integridad de toda mi familia y, por supuesto, de mi vehículo, que a finales de agosto ya parece un superviviente de la Operación Tormenta del Desierto.
Y mientras todo esto sucede, en Comillas van cerrando todos los sitios que a mí más me gustaban. Con especial mención a La Rabia, que era mi excusa favorita para no ir a la playa y disfrutar de un aperitivo. Lo que antes era una noche de pueblo divertida e interminable se ha convertido en algo irreconocible, ya que todos los bares y la discoteca-garaje Pamara, a los que solía ir, han cerrado. Y eso es, quizá, lo que más me desconcierta. No paran de construir casas, y más casas, cada vez más grandes y caras, y, sin embargo, en Comillas no dejan de cerrar sitios. A lo mejor es un acto de protesta montañesa frente a la invasión indiscriminada a la que se están viendo sometidos. Eso tampoco me extrañaría nada.
Porque conviene recordarlo: cuando llega el 1 de septiembre y desaparecen las bermudas y los Range Rover, en Comillas se quedan los de siempre. Eso sí, con las casas por las nubes y los precios disparatados.
Imagino que esto no es exclusivo de Comillas, pero, qué quieren que les diga, yo hablo de lo que conozco. Por eso, si alguien viene buscando aquel veraneo del norte de hace veinte años, tranquilo, familiar, agradable, que sepa que, al menos aquí, eso ya no existe. Ahora bien, si lo que busca es un lugar social, donde ver y ser visto, lucir su flamante todoterreno, hacer cola por todo, pagar un sobrecoste a cada paso y construirse una casa descomunal en lo que antes era un buen prao… entonces sí. Venga a Comillas. Es el sitio perfecto para todo eso.
Y no se olvide las bermudas.
Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista