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09 de mayo de 2024

tribunaManuel alfonseca

El Big Bang y el ateísmo

Aunque la teoría cosmológica del estado estacionario obligaba a renunciar al principio de conservación de la energía, el más sagrado de la física, los cosmólogos ateos la preferían al Big Bang, que temían les obligaría a aceptar una creación divina

Actualizada 04:00

La teoría del Big Bang fue propuesta en 1931 por el sacerdote y astrónomo belga Georges Lemaître. Lo hizo aplicando la Relatividad General de Einstein, de la que fue uno de los principales contribuyentes, y extendiendo hacia el pasado una ley que el mismo Lemaître descubrió en 1927, que también descubrió Edwin Hubble dos años después, y que se llamó Ley de Hubble hasta 2018, cuando la Unión Astronómica Internacional puso remedio a la injusticia y decidió que esa ley se llamaría a partir de entonces Ley de Hubble-Lemaître. Dicha ley se puede enunciar así:
Cuanto más lejos está una galaxia, más deprisa se aleja de nosotros.
Lemaître aplicó un razonamiento sencillo a la historia del universo. Si el cosmos tiene hoy cierto tamaño y se ha estado expandiendo durante mucho tiempo, en algún momento del pasado tiene que haber sido tan pequeño, que quizá se haya reducido a un punto. Este estado inicial del universo es lo que llamamos Big Bang, nombre aplicado en broma en 1950 por el astrónomo británico Fred Hoyle, que se oponía a esa teoría, pero que cuajó, aunque no es muy apropiado, pues la palabra «Bang» sugiere una explosión. Un nombre mejor para el Big Bang, que suscita menos problemas, es la singularidad inicial.
Durante la década de 1940, la teoría cosmológica del estado estacionario, propuesta por Hermann Bondi y Thomas Gold, entró en competencia con la del Big Bang. Aunque esta teoría obligaba a renunciar al principio de conservación de la energía, el más sagrado de la física, los cosmólogos ateos la preferían al Big Bang, que temían les obligaría a aceptar una creación divina.
En 1948, Ralph Alpher y Robert Herman predijeron que, si la teoría del Big Bang fuese correcta, debería existir una radiación cósmica de fondo con una temperatura de unos 5º Kelvin. En 1965, Arno Penzias y Robert Wilson descubrieron dicha radiación cósmica en la banda de frecuencia de las microondas, con una temperatura de 2.72548º Kelvin. Este descubrimiento, una predicción acertada sorprendente de la teoría del Big Bang, la convirtió en la teoría cosmológica estándar. La teoría del estado estacionario fue abandonada.
La Ley de Hubble-Lemaître nos dice que la mayor parte de las galaxias se alejan de nosotros a una velocidad proporcional a su distancia. Esto no se debe a que hayan sido empujadas por un impulso inicial, tal como una explosión. Lo que sucede es que el propio espacio se expande. Si todas las galaxias estuvieran en reposo, también se separarían unas de otras, porque el espacio que hay entre ellas se va alargando. Pero no hay un centro del universo del que se aparten todas las galaxias.
Podemos imaginar lo que sucede mediante un modelo bidimensional: la superficie de un globo que se hincha, con un mapa de la Tierra pintado en su superficie. Mientras el globo se expande, cada punto del mapamundi se aleja de los demás a una velocidad que depende de la distancia que los separa, no porque los puntos geográficos se alejen entre sí, sino porque la superficie del globo va aumentando de tamaño. Como en el caso del universo, en la superficie de ese globo no hay un centro del que se aparten todos los demás puntos.
La radiación cósmica de fondo es el objeto más lejano que podemos detectar directamente mediante un telescopio (un radiotelescopio, puesto que son microondas). Todo lo que esté más lejos está oculto, porque el universo estaba entonces en estado de plasma, que es opaco, por lo que no podemos ver más allá. Es algo parecido a lo que ocurre con el sol: sólo podemos ver su superficie, porque el interior es opaco y sólo se pueden hacer deducciones.
La radiación cósmica de fondo tiene casi la misma temperatura en todas direcciones, salvo algunas diferencias locales que afectan a la quinta cifra decimal, y que corresponden a zonas donde el plasma era un poco más denso o un poco menos denso. La existencia de las galaxias se atribuye a estas mínimas diferencias iniciales.
Como era de esperar, los cosmólogos ateos no tardaron en encontrar una salida a su dilema. Su solución fue postular que el universo surgió de la nada como una fluctuación espontánea. Parece que no se dan cuenta de que decir esto no tiene sentido, ya que desde el filósofo griego Parménides se sabe que la nada no existe y, por tanto, nada puede salir de la nada. Si quisieran hablar correctamente, podrían decir que el universo salió como una fluctuación espontánea de un espacio vacío preexistente, pero entonces habría que plantearse otro problema: ¿de dónde salió ese vacío? 
  • Manuel Alfonseca es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid
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