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20 de mayo de 2024

Tribunaisabel maría de los mozos

La verdadera identidad de las mujeres, su capacidad natural de ser madre

La condición sexuada de los humanos ni es una libertad, ni puede serlo sin grave quebranto para quienes pretendan ejercerla en nombre de un falso y tergiversado desarrollo libre de la personalidad

Actualizada 01:30

Las mujeres lo somos, porque podemos ser madres durante mucho tiempo de nuestras vidas. La identidad femenina gira en torno a esta capacidad potencial de ser madre, con todos sus condicionamientos fisiológicos reales. Se trata de un don natural o, si se niega al Creador, de un dato natural previo al ejercicio vital. La condición sexuada de los humanos ni es una libertad, ni puede serlo sin grave quebranto para quienes pretendan ejercerla en nombre de un falso y tergiversado desarrollo libre de la personalidad, porque ésta ya está definida de nacimiento (masculina o femenina), salvo rara excepción. En general, un cambio de nombre y de aspecto –un disfraz estereotipado, con o sin uñas pintadas, con o sin peluca más o menos bonita– no puede cambiar la identidad natural de una persona, hombre o mujer… Las características físicas y biológicas de las mujeres están naturalmente definidas por esa aptitud para ser madres (lo sean o no), que trata de ser oscurecida e ignorada, con falsos reclamos que distraen la atención de unos y otros, para condicionar a las mujeres y desdibujarlas. Hay una creciente instrumentalización social de las mujeres, en especial, cuando se las explota sexualmente con o sin dinero, por desgracia, con el conocimiento y consentimiento de otras mujeres; también, cuando son usadas como madres de alquiler (gestación subrogada), una forma más de esclavitud que habría que abolir con todas las de la ley, sin ignorar otros excesos evidentes de la llamada reproducción asistida.
El progreso de la ciencia no hace sino confirmar una y otra vez el misterio de la vida humana y de toda la Creación. Porque hay siempre datos apriorísticos que no dependen del científico, que están ahí y que el científico –no siempre con su debido respeto– experimenta con ellos, sin que pueda crearlos nunca. Aceptado o no, el dato previo es siempre un misterio, como lo es el ADN único e irrepetible que surge de la unión de dos células humanas de distinto sexo, hombre y mujer (sin intermedios). Como también es misteriosa la suerte que haya de correr, en cada caso, ese embrión («huevo o cigoto»), producto de esa unión singular (fecundación o concepción), que contiene la información genética fundamental de un nuevo individuo humano, en potencia, y que sólo se convierte en acto, en sí mismo, en cuanto realidad vital actual en desarrollo, enseguida, cuando se implanta en el seno materno. A partir de ese momento, comienza su propio desarrollo, primero, totalmente dependiente, después, cuando ya es viable, sigue creciendo hasta nacer y hacerse independiente del todo, luego ya, con el tiempo. Un nuevo ser humano surge siempre así, con latido propio, distinto del latido de la madre, incluso, si ésta es una de esas supuestas madres de alquiler (porque, realmente, lo son a todos los efectos).
Y lo anterior viene a poner en evidencia el carácter plenamente invasivo de esa llamada reproducción asistida, en especial, cuando ésta tiene lugar por fecundación in vitro (con posterior introducción en la mujer), lo cual no garantiza siempre la implantación del embrión, pues ésta depende de la respuesta de la mujer sobre la que se interviene, titular o no de los datos genéticos. Muchas veces se recurre a chutes hormonales dispensados a la mujer, para hacerla más receptiva a la implantación y, aun así, no siempre lo es. Un misterio y una intrusión evidentes. Todas estas técnicas dirigidas a «crear artificialmente» embriones humanos suponen una invasión en procesos naturales, con el fin de asegurar la reproducción humana, prescindiendo de su propia dignidad, forzando a la naturaleza para obtener esa consecuencia reproductiva, como supuesto objetivo lícito, del mismo modo que también se invade la naturaleza, para tratar de conseguir lo contrario (la contracepción y las técnicas contra la implantación). Todo ello supone jugar a ocupar el lugar de Dios, dispensar la vida y la muerte de los demás, encima, negando a Dios y sin creer siquiera en lo más sagrado para el género humano desde siempre, que es el misterio de una nueva vida, otra persona más, distinta, en su esencia y su existencia.
Las técnicas de reproducción asistida ignoran eso que ha recordado la Conferencia Episcopal Española, recientemente: «todas las personas son valiosas, pero ninguna tiene precio». Sin embargo, sí que se llega a poner precio a la vida, a través de negocios jurídicos nulos, con objeto ilícito, en contra de la ley y también, de la moral y el orden público. Porque es inmoral que la vida humana esté en el comercio de los hombres, creyentes o no. Y a la desgracia cierta de la explotación sexual de la mujer, se añade ahora la explotación reproductiva, extorsionando a mujeres sin recursos, para que sean madres de alquiler… Y al problema moral se añade otro de orden público, porque el tráfico de embriones puede generar un escenario monstruoso en manos de gente de la peor especie, sin escrúpulos, un riesgo previsible que no hay por qué correr. Porque nadie tiene derecho a tener hijos, éstos son un precioso regalo vital que, como tal, nunca puede ser exigible.
  • Isabel María de los Mozos y Touya es profesora titular de Derecho Administrativo. UVA
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