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tribunaFrancisco José Contreras Peláez

La paz de Trump

La clave la puede tener Europa, esa Europa a la que Vance reprochó en Múnich defectos evidentes, pero que también parece ser el último actor dispuesto a defender un orden internacional basado en reglas (y la más importante es la intangibilidad de las fronteras)

Act. 21 feb. 2025 - 16:15

Nos dijeron que Trump era un genial negociador que empezaba subiéndose a la parra para terminar quedándose en una media altura todavía ventajosa para él. Pero lo que hizo la semana pasada fue exactamente lo contrario: desde el principio parece haberse allanado a casi todo lo que espera Putin. Ha advertido a Ucrania que tendrá que entregar territorios al agresor, renunciando a la que hasta ahora era posición oficial americana, el mantenimiento de las fronteras (aseguradas, además, por aquel Memorándum de Budapest -del que EE.UU. es garante- por el cual Ucrania entregó a Rusia sus armas nucleares a cambio del respeto ruso a su integridad territorial). Se sobreentiende, en cambio, que Ucrania deberá devolver el trocito de Kursk que ocupa desde agosto de 2024: las fronteras rusas son sacrosantas; las ucranianas, despedazables.

Su implacable estrategia negociadora también ha incluido regalarle al déspota ruso la futura neutralidad ucraniana, la prohibición de entrar en la OTAN. Y, lo que es más importante, le ha regalado el relato. Según Trump, la guerra se debió a dos causas: que él no era presidente y que Zelenski se empeñó en luchar («He should have made a deal, but he said “I want to fight!»). Al parecer, Zelenski hubiera debido negociar con el invasor que violó su país por tierra, mar y aire, con comandos especiales enviados a liquidarle personalmente. El churchilliano gesto de desafío y coraje físico –aquel vídeo con varios ministros en las calles de un Kiev acosado por los tanques– se convierte, a ojos de Trump, en insensato empecinamiento. Hubiera debido preferir la esclavitud.

Cuando una periodista le preguntó si no iba a invitar a Ucrania a ser parte en las negociaciones, Trump contestó «[Ucrania] tendrá que hacer la paz». Y también: «[Zelenski] va a tener que hacer lo que tiene que hacer (He’s going to have to do what he has to do)». Al niño Zelenski le tocará asumir lo que decidan las personas mayores. Por su propio bien, porque es una guerra muy fea y está habiendo muchas muertes, explicó con dialéctica de Barrio Sésamo.

Para rematar la jugada, el genial negociador puso en conocimiento de Europa que le tocará a ella, no a EE.UU., poner sobre el terreno fuerzas de pacificación. EE.UU. se reserva el papel de cobrador del frac: piensa exigirle a Ucrania tierras raras, petróleo y gas por valor de 500.000 millones de dólares (o sea, ocho veces más que los 60.000 donados hasta ahora como ayuda armamentística). «Queremos que nuestro dinero esté asegurado» (America First!). El EE.UU. de Truman acudió al rescate a fondo perdido -Plan Marshall- de la Europa destruida por la guerra, tras haberla liberado de la bota nazi; el de Trump toma el dinero y corre.

Es pronto para saber, pero no parece que el «art of the deal» trumpiano vaya a funcionar. Ucrania no ha resistido durante tres años a un poderoso agresor para rendirse ahora con condiciones humillantes. Aunque la propaganda pro-Putin repita desde hace años que «Rusia avanza» y que Ucrania está a punto de hundirse, lo cierto es que el lentísimo avance ruso tiene un coste exorbitante en bajas: en la ofensiva de Pokrovsk, por ejemplo, van destruidos 616 tanques rusos por 124 ucrnianos: proporción de cinco a uno. Ucrania no es tan dependiente de la ayuda externa como se pudiera pensar: han desarrollado una industria bélica propia de gran eficiencia e ingenio (fábricas subterráneas de drones, etc.).

La clave la puede tener Europa, esa Europa a la que Vance reprochó en Múnich defectos evidentes, pero que también parece ser el último actor dispuesto a defender un orden internacional basado en reglas (y la más importante es la intangibilidad de las fronteras). Quizás seamos woke y decadentes -habrá que arreglar eso- pero somos todavía mucho mejores que la satrapía que envía a los opositores al Gulag o los tira por el balcón. Frente a un EE.UU. que abdica de su papel de líder del mundo libre, ha llegado el momento de que Europa tenga una política exterior propia y un músculo militar acorde (con los costes consiguientes). Europa puede sustituir a EE.UU. en el apoyo militar a Ucrania, hasta que Rusia acepte unos términos de paz dignos.

Y parece estar ocurriendo. Zelenski pidió el viernes en Múnich un ejército europeo. Francia, Polonia, Alemania, España y UK emitieron el 12 de febrero la Declaración de Weimar, apoyando la «independencia, soberanía e integridad territorial» de Ucrania –a la que se promete seguir asistiendo– y reprochando a Trump haber omitido toda referencia al rol agresor de Rusia. La responsable de política exterior de la UE, Katjia Kallas, ha dado seguridades parecidas al ministro ucraniano de Defensa, Rusem Umerov.

Ucrania no es un niño que tenga que aceptar la palabra de sus mayores. Controla su propio destino. Ha plantado cara con éxito durante tres años a una superpotencia; sólo a la propia Ucrania le corresponde decidir cuándo y con qué condiciones desea dejar de combatir (¿Han entendido eso los que repiten como papagayos lo de que queremos «obligarles a luchar hasta el último ucraniano»?). Si con apoyos renqueantes ha podido empatar esta guerra, con armas más modernas todavía podría ganarla.

Francisco J. Contreras es catedrático de Filosofía del Derecho y exdiputado de Vox por Sevilla

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