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tribunaIsabel de los Mozos

¿No a las banderas morales?

Lo que está superado y fuera de toda duda es que abortar supone matar, eliminar una nueva vida, como reconoció tardíamente Simone Veil, después de haber legalizado el aborto en Francia, argumentando inicialmente que el feto no podía considerarse una nueva vida

La política es el arte de hacer posible lo necesario para la colectividad, buscando el bien común de la propia sociedad. La sola idea de bien común alude ya a una valoración moral que, en último término, remite a lo que es bueno o no lo es para la vida de las personas en el ámbito social. Por tanto, la moral es consustancial a la política, al menos, esa «moral básica» imprescindible en las decisiones públicas que, para que sean propiamente buenas, tienen que responder a un modelo de vida bueno, al mejor posible, compartido por una gran mayoría y garantizado por unas reglas jurídicas también básicas. Porque tampoco lo jurídico es ajeno a la moral, pues esta es su propia razón de ser, hasta el punto de que, sin moral, ¡no hay Derecho! No se puede servir a la política, prescindiendo de la moral y el Derecho, ignorando lo bueno y lo justo en cada momento.

Lo cierto es que las distintas perspectivas políticas se justifican como distintos caminos para llegar a lo que consideran lo mejor posible, siempre de forma discutida y discutible. Sin embargo, el constitucionalismo actual de los estados de derecho dispone unas reglas del juego que deben quedar al margen de lo discutible, al reconocer –como algo previo a cualquier institucionalización del poder– los derechos inherentes a todas las personas, por el hecho de serlo (incluso, antes de nacer), y al establecer las distintas funciones de todos los poderes públicos con sus contrapesos mutuos, para evitar el carácter arbitrario y absoluto del poder público (que, en último término, se justifica en un monopolio público de la fuerza tendente a evitar la autodefensa, para que nadie pueda tomarse la justicia por su mano, en aras de la certidumbre y la paz social). Por eso, los derechos fundamentales y las libertades públicas de todas las personas deben ser incuestionables.

Del mismo modo que nuestra Constitución reconoce el derecho a la igualdad ante la ley y en la ley, como pórtico de su proclamación de todos los derechos y libertades de las personas –dando a entender que unos y otras no existirían si no se reconociesen a todos por igual, porque dejarían de serlo, convirtiéndose en privilegios de algunos–, también, al principio de ese reconocimiento, la misma Constitución española vigente sitúa el derecho de todos a la vida, como un derecho previo a todos los demás y a todas las libertades públicas, previo, en cuanto fundamento ontológico de todos ellos, sin el cual no es posible ningún otro reconocimiento jurídico. El derecho de todos a la vida es el supremo bien constitucional, el valor moral y político por antonomasia, al que debe supeditarse toda la política, de manera que si quienes ejercen el poder no lo garantizan debidamente se deslegitiman en todo lo demás, como cómplices de atacar el derecho a vivir de la gente.

La subversión de los valores constitucionales se manifiesta palmariamente en pretender convertir un mismo crimen, sin dejar de serlo jurídicamente (como realidad disociada), en un supuesto derecho a matar a los no nacidos, sometido a plazo o sujeto a reserva de excepción (el pretendido derecho ya no existiría transcurrido un plazo, cuyo transcurso le convierte de nuevo en un crimen). Se trata de retorcer el derecho, como ingeniería jurídica, o más bien, como «cegantería» absoluta, si partimos de distinguir entre el ciego que no ve y el «cegante», que es quien no quiere ver. Me resisto a pensar que la sociedad no quiera ver esta hecatombe escondida y permanente del aborto que nos asola. Y pienso que es el problema político, por antonomasia, distorsionado, manipulado, mal planteado y peor llevado. Justo, porque se aborda de forma maximalista. Y quien no quiere ni siquiera afrontarlo cae de bruces en ese maximalismo.

Va contra toda lógica que una misma conducta pueda ser y no ser un delito al mismo tiempo, en función del plazo. Una locura que ignora que todas las personas ya nacidas evolucionamos también de forma natural, sujetas a los límites del tiempo... Afirmar que el aborto no es un derecho –y que es un verdadero delito– debería ser algo irrenunciable para los políticos del PP –de postulados humanistas cristianos, según dicen ellos–, que deberían aspirar a revertir la aberrante legislación vigente del aborto. Y en lugar de afirmar que se trata de «un debate ya superado», deberían aspirar a regular el aborto como lo que es –siempre y en todo momento– un tipo de delito que, a efectos penales, debería estar exento de responsabilidad penal por causas atendibles jurídicamente, debidamente justificadas, relativas por lo menos al peligro para la vida de la madre o a la violación de que haya sido objeto, o también, en su caso, a las malformaciones del feto.

Lo que está superado y fuera de toda duda es que abortar supone matar, eliminar una nueva vida, como reconoció tardíamente Simone Veil, después de haber legalizado el aborto en Francia, argumentando inicialmente que el feto no podía considerarse una nueva vida. Y está muy claro –o debería estarlo– que no existe el derecho a matar, en ningún caso. Precisamente, la realidad concreta en cada caso hace del aborto un problema insuperable, un fracaso. Por ello, no se trata de un debate superado. Afirmar eso revela poca sensibilidad jurídica y manifiesta una intencionalidad política de falso apaciguamiento social. La realidad es tozuda y la derecha que vota al PP no está a favor del aborto, aunque seguramente asumiría una política legislativa de exenciones a la responsabilidad penal. Esa mayoría política española está a favor de salvar al menos ese mínimo ético, al que debería aspirar la oposición actual, para que la política recupere algo de dignidad. Es más, ese mínimo ético exigiría una coalición electoral entre el PP y Vox, por encima de sus diferencias, que debería proponer con magnanimidad quien ganó las elecciones del 2023. De lo contrario, España no podrá salir de la infra-política actual, al margen de la amenaza cierta de posibles algoritmos deformantes de la voluntad popular.

Isabel María de los Mozos y Touya es profesora titular de Derecho Administrativo en la UVA