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Miguel Aranguren

Escrivá de Balaguer, el 'influencer'

Si el novedoso asombro de los jóvenes españoles ante Jesucristo y su Iglesia es una cuestión de moda, no me interesa, pues la fe no es una cuestión de gusto, costumbre o uso, sinónimos que ofrece el diccionario de mi procesador de texto a las tendencias. Toda moda es de por sí transitoria, hoy sí, pero mañana no, caprichosa. Su propiedad es que envejece pronto y pasa de anhelarse a provocar vergüenza. Está sujeta casi siempre a las estrategias del mercado, como un señuelo de prometida felicidad allí donde la felicidad no se encuentra. Y nos ofusca, con cierto complejo de inferioridad, ante quienes la viven y disfrutan, por quienes terminamos gastando nuestro dinero en una necesidad que no era necesaria.

Jaime Lorente, popular actor murciano gracias a su interpretación de Denver, alias del ladrón preferido entre los que forman el grupo que asalta la Fábrica de Moneda y Timbre, en la serie televisiva La casa de papel, que después participó en algunas películas y seriales para cines y plataformas por suscripción, con papeles que mostraban explícitamente comportamientos poco recomendables, ha asombrado a sus cientos de miles de seguidores con la confesión pública de su regreso a la práctica religiosa después de derrumbarse (a lo san Pablo) ante el amor y la misericordia de Dios. Sin pelos en la lengua, Lorente ha dado a conocer que desde entonces asiste a misa a diario y que el reencuentro con lo divino a través de los sacramentos le ha llevado a experimentar una felicidad sostenida, que marca un antes y un después.

Pablo Garna, modelo y triunfador en las redes sociales, acababa de cerrar sus cuentas, poniendo punto final a su vida pública de guapo entre los guapos, para comenzar los estudios en el seminario. Su deseo: recibir la ordenación sacerdotal.

Aunque no sea tan joven, Mónica Naranjo, dueña de una voz que alcanza tonos asombrosos, musa para numerosos travestidos, mariquitas y transexuales –a quienes acoge con un afecto muy cristiano, por cierto–, ha declarado que acude con llamativa frecuencia a la iglesia porque necesita rezar (que consiste en alabar a Dios, darle gracias y pedirle perdón, además de abandonar en sus manos todo tipo de necesidades propias y ajenas). La cantante habla de forma entrañable de su familia, que es católica, y de la educación escolar que recibió, impartida por una orden de religiosas misioneras, y no muestra reparos al invitar a los periodistas a participar de su misma fe (invitación que la Iglesia llama apostolado).

Lo de Rosalía –su nuevo disco, su nueva imagen y sus originales declaraciones– es un bombazo de racimo con dimensiones planetarias. Puede que esconda una estrategia comercial, pero al escucharla expresar su necesidad de Dios para llenar los vacíos que acompañan al éxito deslumbrante, me despierta la misma ternura que un niño cuando entona el «Jesusito de mi vida». La Motomami se manifiesta a los medios con un candor evangélico, como si esperara el paso repentino de Jesús frente a la puerta de su casa.

Tamara Falcó es incalificable, una singularidad que llena la pantalla del televisor con su extraña voz, su curiosa entonación, su aspecto de no entender nada… de nada. Hace unos años soltó en exclusiva que se había convertido. No tuvo pudor al contar que había nacido y crecido en un hogar en el que lo divino brilla por su ausencia (en su familia basta con la diva de las divas del universo huero), que desconocía en qué consiste la vida cristiana pese a que había recibido dos de los primeros sacramentos de iniciación, que no sabía del poder de la Gracia. Entre risita boba y risita boba, ha sido capaz de dar en público algunas lecciones de teología pija.

También están los testimonios de aquellos jóvenes que se presentan como «influencers», oficio sin perfiles determinados que convoca la atención de millones de ciudadanos. Me hicieron sonreír las palabras de una tal Cristina Sempere, que otorga tamaño título a san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuya predicación tiene para los menores de treinta años la misma fuerza que cautivó a quienes le conocieron y trataron en vida. Y con san Josemaría, san Carlo Acutis, el apóstol de internet, cuyos breves quince años contagian a la juventud el anhelo de profundizar en el milagro de la Eucaristía.

Las modas no comprometen porque no tienen propósito de permanecer. Algunas parecen empaparlo todo, pero después el agua se evapora mediante una nueva tendencia y vuelta a empezar. El cristianismo, al contrario, nos complica la existencia porque es exigente, incluso dando por hecho nuestra persistente debilidad, y nos pone en alerta ante las propuestas que brinda el paganismo, que, a priori, parecen más atractivas que los compromisos que solicita la fe en Cristo. No sé si Lorente, Garna, Naranjo, Rosalía, Tamara y ese ejército de influencers lograrán hacer vida de sus creencias hasta el final de sus días. Confío y rezo para que así sea. Solo sé que en la calle muchos jóvenes hablan de Dios, de la Iglesia que parecía condenada a causa de la traición repugnante de unos pocos ministros, pero que revive, una vez más, por el empeño del Cielo, las huellas de los santos y, no lo dudemos, la sangre de tantos mártires contemporáneos.

  • Miguel Aranguren es escritor
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