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tribunaMiguel Aranguren

Lluvia fina

Como todo adelanto tecnológico, el wasap tiene las dos caras de la moneda: si una merece alabanzas, la otra lleva el perfil de condena, pues nos obliga a inspirar y exhalar al vaivén del teléfono. Hasta su aparición no se había inventado un sometimiento tal cruel a una maldita máquina

El evangelio de San Mateo pone en boca de Jesús una sugerencia para vencer la ansiedad: «Cada día trae su propio afán». Sin embargo, este enunciado se me antoja inconcreto, pues no nos aclara de qué afán se trata. ¿Acaso el afán nos llega con la alarma del despertador? ¿Viene escondido en la voz de Herrera, de Jiménez Losantos, de Alsina? ¿Se entrevé en los titulares de El Debate? ¿Forma parte de la divertida columna de Ussía? ¿Podemos descubrirlo en la hoja del tradicional almanaque? ¿Y en los posos del café? ¿Acaso al afán lo empuja el viento, al compás de la vaporosa metáfora de ZP? ¿Viene en el interior un paquete de Amazon? ¿Nos lo anuncia con acento iberoamericano el locutor de un callcenter? Puestos a divagar, puede que nos caiga en ráfagas de wasap a lo largo de todo el día y, más a menudo de lo que nos conviene, de la noche.

Como todo adelanto tecnológico, el wasap tiene las dos caras de la moneda: si una merece alabanzas, la otra lleva el perfil de condena, pues nos obliga a inspirar y exhalar al vaivén del teléfono. Hasta su aparición no se había inventado un sometimiento tal cruel a una maldita máquina. La televisión también esclaviza, lo sé, pero es un invento anterior, otrora sol de los hogares y los bares, eje de traslación para cientos de millones de personas. Y lo sigue siendo, por ejemplo, en las residencias de ancianos: la tele siempre encendida y a todo volumen en la deprimente sala de estar. Pero los abuelos ya no giran alrededor de la pantalla sino que permanecen frente a ella como trastos inermes, encallados en un ambiente que mezcla el olor dulzón del puré de verduras, el de las medicinas y los pañales. Las chillonas y chillones de corral de los programas de media mañana y de media tarde tendrían que ser conscientes de que los escándalos que cacarean ayudan a que buena parte de su público ronque en un descorazonador olvido.

La televisión, digo, no provoca la comezón del wasap. Ni siquiera el email, y mira que los dichosos correos electrónicos también nos asaltan una vez dejamos la oficina. Al menos, un email exige un encabezamiento, un asunto, una mínima redacción estructurada, incluso una justificación y hasta la posibilidad de quedarse aparcado en el «buzón de spam» hasta la noche de los tiempos. No así el wasap, lluvia fina que nos cala la masa cerebral, cuajada de emoticonos estúpidos, impositivos mensajes de voz, imágenes varias, marcas de notificaciones en azul, respuestas inmediatas, irreflexivas, ambiguas, mal interpretadas, acompañadas por una sucesión agotadora de réplicas, emoticono va emoticono viene (sonrisa, corazón, caca, destello, beso, abrazo, saludo, guiño, lloro, sueño, susto, asco, aplauso, flamenca, bailongo, animalito, cohete, rezo…), de stickers simpáticos, irónicos, burlones. De regalo, el analfabeto en el idioma de los apóstrofes termina por dominar una baraja de palabros.

Me pregunto –y perdónenme el exceso– si la intromisión tecnológica no será uno de los gadgets del Anticristo, que roba de nuestro tiempo e intimidad con el persistente asalto de las notificaciones (una bocina, una vibración exagerada, un relámpago), con el riesgo de que nos volvamos locos y de que, en un ataque de furia, degollemos al usuario que ni siquiera las silencia cuando va al cine, acude a misa, participa en una recepción o en un entierro. La metralla telefónica coarta la poca capacidad que nos queda para ser libres.

Si pudiéramos dibujar con el trazo de un lápiz cada impulso electrónico, cada transmisión, tejeríamos ante nuestros ojos una maraña tupida, una suerte de madeja negra que se tragaría la luz de este otoño, la forma y el color de la naturaleza, de los edificios y la presencia de nuestros semejantes. Díganme: ¿qué hacemos en la sala de espera de un médico? ¿y mientras viajamos en tren, metro o autobús? Si la DGT casca elevadas multas y castiga con la pérdida de puntos a quienes conducen a la vez que consultan el móvil, quiere decir que son –¡somos!– muchos los conductores incapaces de deshacer el lazo pérfido que nos une a la pantalla cuando estamos al volante. Priorizamos la codicia de la comunicación a la seguridad. Qué insensatez morir y matar a cuenta de un wasap, de una alerta de Instagram, de la intromisión de un mensaje publicitario.

El teléfono móvil provoca una enajenación visual y sonora que no conoce medida. Su bucle hipnótico carece de final. Es un reclamo encadenado que viaja a una velocidad ingobernable, abusando de una profusión de luz y color en la que los sentidos quedan anclados. Está el muerto de cuerpo presente, frío, rígido, endurecido, amarillento, reclamando a gritos mudos una oración intercesora, y sus familiares y allegados se evaden con la infinitud de recursos que contienen sus terminales. La anciana se rompe la cadera en la calle y los viandantes pasan a su lado, engolfados en las notificaciones. Un mal hombre se lleva de la mano a uno de los niños que revolotean en el parque, mientras un vídeo gracioso, muy gracioso, absorbe a la madre, que permanece sentada en un banco a pocos metros del arenero.

La combinación de posibilidades no caben ni en seis volúmenes de las antiguas Páginas Amarillas. Cambian los actores, las circunstancias, los dichosos afanes diarios… pero no el nudo que nos maniata a la comunicación global.

Miguel Aranguren es escritor

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