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Miguel Aranguren

Lecturas

Nunca agradeceré bastante a quienes diseñaron el plan de lecturas de los estudios de primaria y secundaria, pues nos condujo de título en título por lo mejor de nuestro legado: Rosalía, Azorín, Pío Baroja, Sánchez Mazas, Martín Gaite, Unamuno…

Miguel Delibes está en el origen de la afición desmedida a la lectura de muchas personas, que a los catorce o quince años nos deslumbramos con El camino, Las ratas, El príncipe destronado o Cinco horas con Mario, títulos que formaban parte del programa de lengua del final de la EGB y de BUP. Me refiero a Delibes porque –lo he contado y escrito muchas veces– identifico en su magnífica pluma (cofre que guarda el uso popular del viejo castellano) el espejo en el que quise mirarme después de disfrutar por primera vez de las aventuras y desventuras de Daniel, El Mochuelo, que se despedía del edén de la infancia antes de que lo deglutiera el pragmatismo de la ciudad, de Germán, El Tiñoso, y de Roque, El Moñigo, que presumía de una cicatriz que, al chuparla, sabía salada, así como los aconteceres de los singulares habitantes de aquella aldea acotada en un valle del norte de Burgos o del sur de la por entonces provincia de Santander.

A los catorce, quince años, ni mis compañeros ni yo éramos capaces de identificar el significado de muchos de los vocablos y decires que empleaba el genial novelista vallisoletano. Baste, en el comienzo de Las ratas, el análisis de media página: «boca de la cueva», «nube de cuervos», «concejo», «desmochados», «ribera», «tizonera», «contrapelo», «cielo arrasado», «cercenado», «vivaces», «abrojos», «zaragüelles», «corregüela»… Sin embargo, gracias al proceso que iniciamos desde el momento en que fuimos capaces de comprender un texto narrativo, nos servíamos del contexto, que brinda al lector el dibujo general de la escena, por lo que no era necesario rebuscar en un diccionario las acepciones que no comprendíamos, que por repetirse se iban enganchando en el fondo de la memoria y aún hoy me sorprenden cuando dan un brinco para engalanar cualquiera de mis escritos. Por tanto, aquella literatura de posguerra se convertía en algo más que un delicioso entretenimiento, en una herramienta utilísima de aprendizaje, pues la lectura, entre otros frutos, nos permite verbalizar lo que fluye en nuestro intelecto, es decir, dar nombre, como el primero de los seres humanos, a cada realidad y a cada mentira que brota en la cabeza.

Nunca agradeceré bastante a quienes diseñaron el plan de lecturas de los estudios de primaria y secundaria, pues nos condujo de título en título por lo mejor de nuestro legado: Rosalía, Azorín, Pío Baroja, Sánchez Mazas, Martín Gaite, Unamuno… quienes, sin saberlo, se habían sentado a escribir para nosotros, muchachos acomodados en la década de los ochenta. El colegio se había encargado de dejarnos como cebo, en la biblioteca, algunas de sus obras, aula que era una selva cuajada de libros que nos esperaban para que los leyéramos por el mero placer de leer. Las estanterías, si bien tenían un exceso de enciclopedias que casi ningún alumno consultaba, nos ofrecían novelas, poemarios, ensayos, incluso tebeos para que siguiéramos alimentando ese hambre que Delibes acababa de suscitarnos.

No voy a comparar la capacidad lectora de mi generación (por supuesto, no leíamos todos los alumnos del curso, pero a ninguno le extrañaba el compañero que sumaba a sus carpetas y manuales un volumen literario) con la de los niños y los adolescentes de ahora. Mis hijos me demuestran que leer es una necesidad que brota, más temprano que tarde, si los niños han visto a sus padres, de habitual, con un libro entre las manos. Ellos tienen claro que la lectura es compatible con los nuevos transmisores del entretenimiento (los dispositivos móviles, las plataformas de cine y televisión, las redes sociales, la música y las imágenes en bucle, los videojuegos y demás zarandajas). A esa cascada digital que nos aturde, ellos no la interpretan como un sustitutivo una vez les ha prendido la necesidad de construir con su intelecto lo que cuentan las palabras que llevan la autoría de un extraño.

Para mí, escritor, pocos momentos son tan emocionantes como aquellos en los que sorprendo a cualquiera de mis hijos con una de mis obras. Los he visto abrir las cubiertas con cierto rubor, pues saben que el autor vuelca en el papel lo que es y lo que tiene, aquello de lo que se arrepiente o se vanagloria, sus seguridades y sus frustraciones, la herencia recibida y lo que no le fue dado. De nada sirve disimular nuestras flaquezas bajo la piel de los personajes, porque ellos lograrán hallarlas y podrán analizarnos sin la protección del escudo con el que, habitualmente, pretendemos ofrecerles una imagen ejemplar.

Es tanta la expectativa de sus reacciones ante las páginas del libro, que me siento impelido a conocer sus sensaciones y reacciones, por si la genética les ha brindado el mismo filtro para observar la realidad. Sé que es imposible compartir las emociones que aviva una narración, porque las palabras que forman las frases que estructuran los párrafos no pueden traspasar el muro invisible de las alucinaciones, donde se quedan pegados los universos que erigimos a partir de la letra impresa.

Delibes se hará presente en mis noches de agosto, cuando abra las ventanas para escuchar el canto del autillo, que trae la voz melancólica de una prosa magistral. Me acordaré del inicio del verano con su latido de chicharra, es decir, del día final de curso, el inicio de las vacaciones, cuando bajaba por las escaleras del colegio, feliz, con la mochila cargada de lecturas.

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