Navarro-Valls, amor y fidelidad
Ojalá las condiciones innegociables que describen el desempeño de Joaquín Navarro-Valls —ese amor incondicional, esa fidelidad absoluta— sean distintivas de los millones de católicos a quienes pastorea el nuevo Papa
Si Dios quiere, cuando se publique este artículo ya tendremos Papa, un nuevo sucesor de Pedro en la ininterrumpida cadena que dio comienzo hace dos mil años en la región de Cesarea de Filipo, cuando Jesús eligió a Simón, el hijo de Jonás, entre sus doce apóstoles para que hiciera las veces de cimiento y cabeza de la Iglesia, la única institución de la historia a la que Cristo aseguró que no se impondrían las puertas del infierno, entre otras cosas porque Él mismo se encargaría de que por ella circulara su propia linfa, necesaria para mantenerla viva en el cumplimiento de su plan salvífico. Era tanta la responsabilidad que debía asumir el tosco pescador, que el propio Jesús le dotó de un nombre nuevo que definía su misión y que ha pasado a identificar la sede y el magisterio con el que el Sumo Pontífice ata y desata en el proceloso camino del pueblo de Dios hacia el Cielo, función que consiste en defender el dogma, explicarlo con amable autoridad y llevarlo, en el ejercicio de su pastoreo, a todos los rincones de la Tierra.
No es casualidad ni curiosidad el interés que prende en la sociedad cada vez que muere un Papa, hay Sede vacante y se celebra el cónclave que elige a su sucesor. El hombre es un ser espiritual, que trasciende la poquedad de la vida —el brevísimo tiempo que nos corresponde, las limitaciones a las que nos sabemos constreñidos— desde la fe, desde la ignorancia, desde el agnosticismo e, incluso, desde el ateísmo beligerante. Así, no solo se trata del asombro ante la liturgia (que también), que nos permite atisbar los insondables atributos divinos, a la que los cursis llaman «pompa», como si el ceremonial cristiano fuese un paso superior en la etiqueta que exige Downton Abbey a los convidados a sus festejos, y no una muestra sensorial del culto debido a Dios. En el fondo, se trata de la fascinación generalizada ante aquella escena que ocurrió en las cercanías a una ciudad romanizada y, por tanto, despreciada por los judíos que desde Jerusalén dictaban la ortodoxia, en la que Yahvé encarnado dejó clara su autoridad para designar entre la multitud a aquel que quiere que le represe hasta que el mundo acabe.
A lo largo de estos días he disfrutado con la lectura de los apuntes que tomó Joaquín Navarro-Valls durante los años que trabajó para Juan Pablo II desde la Oficina de Prensa de la Santa Sede, que se publicó de manera póstuma en forma de libro después de que el cartaginés dedicara sus últimos años a ordenarlos y completarlos («Mis años con Juan Pablo II», Espasa). Se trata de un volumen de lectura obligada para quienes quieran conocer en qué consiste la misión de un Papa, pues Navarro-Valls la vivió desde dentro, en primera línea, durante más de veintidós años. El que se adentre en sus páginas comprenderá que hay dos condiciones innegociables para abrazar la elección de un hombre —¡un solo hombre!— como guía de la Iglesia de su tiempo. Una de ellas es el amor, es decir, la voluntad activa de querer el bien para quien lleva sobre los hombros un compromiso que sobrepasa cualquier capacidad, basado en aquella escena que certifica Mateo en el capítulo 16 de su Evangelio. La otra, ligada indestructiblemente a la primera, es la fidelidad.
Quizás Joaquín Navarro-Valls no fuera consciente de que su radiografía, a modo de diario, es una escuela de amor y fidelidad al romano pontífice, que puso en práctica con gran acierto desde su responsabilidad institucional. Incluso, más allá de su responsabilidad como portavoz ante los medios de todo el mundo, ya que no fueron pocos los dificilísimos encargos que le solicitó el Papa, ajenos a las atribuciones vinculadas a su puesto. Navarro-Valls no puso nunca condiciones al Santo Padre ni a su entorno más cercano para ejecutar aquello que se le sugería. Al contrario, asumió retos dificilísimos: sondear a Fidel Castro en el esbozo de un viaje papal a Cuba —presidio del Caribe—; viajar a Rusia para suavizar los recelos de los popes ortodoxos hacia Roma; planificar la estrategia de la Iglesia en las conferencias internacionales dedicadas a la población y a la mujer, que a la postre resultó decisiva para contener, al menos en parte, el propósito eugenésico de Naciones Unidas en los países más pobres; defender la inspiración cristiana con la que se fundó la Unión Europea; cuidar a Juan Pablo II en el larguísimo declive de su salud y ancianidad; aconsejar a Benedicto XVI hasta que al portavoz no le quedaron fuerzas.
Ojalá las condiciones innegociables que describen el desempeño de Joaquín Navarro-Valls —ese amor incondicional, esa fidelidad absoluta— sean distintivas de los millones de católicos a quienes pastorea el nuevo Papa; ambas virtudes son el rasgo común con el que se reconoce a la familia de los bautizados.
- Miguel Aranguren es escritor