Alfonso Ussía: la elegancia como última verdad
Su prosa no daba lecciones: las insinuaba. No golpeaba: rozaba. No se imponía: seducía. En un país donde la grosería se ha vuelto un mérito y la brusquedad un diploma, Alfonso Ussía fue fiel a la cortesía como quien defiende una patria interior
La muerte de Alfonso Ussía no es una noticia: es un pliegue del país. España se queda hoy un poco más huérfana de estilo, de ironía, de compostura. Hay muertes que no se anuncian: se adivinan en la súbita torpeza del aire. A Ussía —caballero sin disfraz, articulista sin doblez, humorista sin rencor— lo despedimos ahora como se despide a los maestros discretos: con una mezcla de gratitud y de vergüenza por no haberlo celebrado más en vida.
Ussía fue, ante todo, un alquimista del idioma. Mientras otros forcejeaban con la actualidad como quien pelea en un charco, él la observaba desde el balcón de su ironía blanca, casi inglesa, casi Camba, pero con una respiración propia, un temple castizo, una luz doméstica que solo se adquiere cuando se ha vivido mucho sin perder la inocencia. Su prosa no daba lecciones: las insinuaba. No golpeaba: rozaba. No se imponía: seducía. En un país donde la grosería se ha vuelto un mérito y la brusquedad un diploma, Alfonso Ussía fue fiel a la cortesía como quien defiende una patria interior.
Escribir así, con esa mezcla de firmeza y gracia, exige algo más que talento: exige linaje moral. Lo sabía Alarcón, que habría reconocido en él a uno de esos hombres que escuchan al país desde dentro, sin aspavientos, con la calma lenta de los que aman a España sin convertirla en un grito. Y también habría asentido Ruano desde alguna barra ya inexistente: Ussía era de esa cofradía antigua que entiende que la elegancia no es un lujo, sino una forma de higiene espiritual.
Tuvo también —que me perdone Umbral si ajusto su tono— algo de aquel fulgor que ilumina sin quemar, de esa manera de llegar al corazón del lector con una frase que parecía dejada caer, como al descuido, pero que tenía la precisión de un estoque. Cada artículo suyo era una habitación recién ventilada. Se entraba en él como quien abre una ventana después de la lluvia. Y uno pensaba: así debería escribirse siempre en España, con decencia, humor y una especie de nostalgia anticipada.
Quevedo habría celebrado su sátira sin mala sangre: Ussía sabía reír sin humillar, observar sin destruir, criticar sin convertirse en fiscal. En un tiempo de injuria barata, su humor era un acto de resistencia, una forma de bondad. Se puede ser afilado sin ser cruel: él lo demostró todos los días.
Y, sin embargo —aquí hablo también con la voz más íntima— en su escritura había un temblor que excedía la ironía. Un temblor humano, casi Frost, de quien ha mirado la vida desde los bordes y ha aprendido a caminar sin hacer ruido. Tal vez porque comprendió pronto que la literatura solo tiene sentido si mejora el corazón de quien la escribe. Tal vez porque supo que el columnista verdadero no se debe al escándalo, sino a la memoria.
Rimbaud diría que Ussía no muere: se evapora. Sale por la puerta trasera para mezclarse con una claridad más alta, con esa república imaginaria donde los escritores no compiten, si no conversan. Y Cervantes, siempre al fondo, nos recuerda que hay caballeros que solo se desmontan para montar en palabra: Ussía fue uno de ellos.
España, tan propensa al grito, debería detenerse hoy un instante. No por nostalgia, sino por justicia. Porque se nos va un hombre que escribió sin enfadar al idioma, que defendió la verdad sin perder la compostura, que ejerció la libertad desde la sonrisa y no desde la furia. Era raro. Era necesario. Era un lujo moral.
Nos quedan sus artículos —esa familia de luces breves— y nos queda la obligación de estar a la altura del lector que él educó sin pretenderlo. Ussía no buscó jamás el estrépito. Le bastaba con la elegancia, que es la forma más silenciosa de la dignidad.
Se ha marchado Alfonso Ussía. Queda su estilo. Queda su mirada bondadosamente irónica. Queda la memoria de un escritor que, en un país fatigado, sostuvo la civilización con un adjetivo bien puesto. Y queda, sobre todo, su ejemplo: que la inteligencia puede ser amable, que la tradición puede ser luminosa, que la risa puede mejorar el mundo y que España —pese a todo— aún tiene caballeros.
Alfonso Ussía
- José Rivela fue maestro de artes en el IES de Celanova