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19 de abril de 2024

Almudena Molina
EL PERFIL DE LOS LIRIOS

Lecciones aprendidas en una escuela concertada

Con el temor de quien menta lo intangible, puedo decir que ser profesora de bachilleres ha sido descender a las entrañas de los corazones latientes, a las almas endiosadas

Actualizada 16:36

Se llama Teresa, aunque todas sus amigas la llaman Tere. La conocí discreta, envuelta en un brote de acné tras una mascarilla, con ojos tristes y deslumbrantes, asombrada y llena de esperanza. Ella es una ferviente alumna de la clase de filosofía. Se presenta en breve a la selectividad, por lo que, seguramente, agradecerá algún que otro clamor al cielo. Me dice que después estudiará ingeniería, o relaciones internacionales, o filosofía, en ese orden. Pero, sobre todo, quiere ser madre, madre de un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… (así hasta doscientos). Y yo le pregunto que cómo podrá ser eso. Y ella me responde que, en esto de engendrar, uno puede rebasar lo físico y lo carnal.
Se llama Silvia. Aunque no es lo propio, en sus quince, conjuga la falda de cuadros con los pendientes de aro. Nos hicimos amigas el año pasado en el comedor. Ella, sentadita, que no le gustaba la comida, y yo, cada jueves, que se diera prisa, que la comida de una madre no podía estar asquerosa, por mucho que ella repitiera «¡qué asco!» en ademán de indulto. Este curso, la tengo en mi tutoría, a corazón abierto después de un año ofreciéndole el pan de cada día. Ya me lo dejó más que claro, que le había caído en gracia solo por cómo le había servido el agua, no por las clases de metafísica o de lengua castellana a las nueve de la mañana.

Dos años en el deleite del crecimiento de los seres que adolecen, en la fragilidad y callada constancia de quien sabe lo poco que es una vida para entregarla

Se llama Sara, con su negro pelo envalentonado, ella también sufre mis delirios lírico-filosóficos y mi obstinada querencia por la sintaxis. Como alumna sabe ser digna contrincante de batalla. Sus ofensivas posmodernas tambalean y confirman el estado de guerra. Los martes a las cinco de la tarde, después de las clases, fuera de cualquier rédito cuantitativo, cargamos la artillería dialéctica: que si el veganismo, que si las políticas identitarias, que si el ateísmo o los sacramentos. No dejamos títere con cabeza.
La llaman Chus, de María Jesús, al contrario que Teresa, Silvia y Sara, Chus trabaja la tierra sembrada. Es profesora. Antes, yo fui su alumna, y ella ahora me acompaña. Nos parecemos bien poco; ella, ordenadísima, el sentido común con patas, con su refranero silogístico encabezado por el persistente «donde no hay mata, no hay patata». Y yo, un tanto temeraria, con dejes de poetisa estrafalaria. Hay que reconocer que, en esto de dar la filosofía al que lo necesita, Chus y yo somos el pitagórico consenso de lo que disiente, una resolución en clave hegeliana.
Me llaman Almu, Almu Molina. Y con el temor de quien menta lo intangible, puedo decir que ser profesora de bachilleres ha sido descender a las entrañas de los corazones latientes, a las almas endiosadas. Dos años para profesar el servicio, para tratar de vivir agachada. Dos años en el deleite del crecimiento de los seres que adolecen, en la fragilidad y callada constancia de quien sabe lo poco que es una vida para entregarla.
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