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26 de abril de 2024

Almudena Molina
el perfil de los lirios

Belleza incandescente

Se equivocan todos aquellos que piensan que la belleza hace mejores a quienes la contemplan. Al menos, hay que desengañarse de pretensiones performativamente moralistas

Actualizada 11:34

Hay quienes hablan de los clásicos, de la filosofía y de devolver al mundo la humanidad. Y en esto, hay un retorno, como si el ser humano, en un despiste epocal, regresara a la patria de los grandes libros, a las hazañas de Odiseo y Aquiles, al pensamiento de los antiguos, revestido de racionalidad. Como si tanta ebriedad posmoderna reclamara de una vez por todas el pensamiento socrático ya un tanto ajado.
Y frente a las abstracciones vacías -teorías de museo- o las pedantes moralinas -con mucha norma y muy poca chicha- se impone, irrumpe casi sin pedir permiso, la belleza.
Sublevándose, decía Antonio Gamoneda que «la belleza no es un lugar donde van a parar los cobardes». Porque, no nos confundamos, la belleza no es ocasión de evasión, la fuga de lo cotidiano en un arte que te eleva y te separa.
Se equivocan todos aquellos que piensan que la belleza hace mejores a quienes la contemplan. Al menos, hay que desengañarse de pretensiones performativamente moralistas. Eso para los voluntariosos, pero no para los humanos, sedientos de claridad y de una forma, sedientos -en palabras de Claudio Rodríguez- del don de la ebriedad.
La belleza es la realidad hendida en lo más profundo de nuestras entrañas, que nos purifica, en una catarsis griega que no acaba. Y no porque nos haga más buenos o nobles, sino porque nos saca del somnífero ensimismamiento del que piensa y vive con la vida solucionada.

La belleza es lugar de retorno, de regreso al ser desbordante, al sacrificio escondido

Como un volcán incandescente, la herida de lo bello no hace sino ebullir las llagas de nuestra tambaleada existencia. Y ahí, su dulce insomnio nos deja vulnerables, pobres y desnudos.
Pero, ¿qué otro aliento profundo nos libera de nuestros tapujos? Solo la belleza en la pureza de su carne viva, en su gracia apasionada, puede con los oscuros molinos-gigantes de esta civilización mancillada. Solo la belleza, en su arrebato demoledor, puede deshacernos de la torpeza de las almas deshabitadas.
Al hilo de Gamoneda, tampoco es la belleza un lugar donde van a parar los solitarios; a la belleza acuden aquellos que estén dispuestos a amar y ser amados. Si hay mística y arrebato, un fogonazo apasionado, es precisamente por la primacía de los enamorados. ¿Qué es la belleza sino la seducción de una forma que no se acaba?
Hay que decirlo: no es la belleza lo que enamora, sino el amor lo que hace bellas a las personas y a las cosas. Belleza es donación, un ser que palpita, que se desborda y exulta entre mármol y brochas. Belleza es donación, ser latiente que se derrocha en la misa cotidiana de la abuela extenuada, en las manos empolvadas del fontanero, en la tripa floreciente de la embarazada.
¡Ay de aquellos que solo buscan la belleza en los frescos y en los museos! Son estetas con mucho conocimiento y una mirada difuminada. Se dejaron seducir por las piedras y las abstracciones deshumanizadas, se olvidaron del don inmerecido de la vida cotidiana, de la gracia acrisolada de un silencio creador. ¿Serán capaces de pasar por alto al ser encarnado, a la humanidad destellante? Nunca es tarde para embeberse en el rapto de la majestuosidad de lo ordinario, del encuentro abierto entre los distintos seres, de la fusión de las almas.
¡Ay de aquellos que huyan de la belleza! Aquellos que se dispongan a lo insulso tampoco sabrán andar el camino del dolor, de la existencia desangrada. Serán esclavos de lo útil y lo pragmático, de lo vulgar y de lo fácil. Serán hombres, pero vivirán como plantas. Serán hombres, pero vivirán deshumanizados.
Sin embargo, siempre habrá un Ítaca para los que naufragan. Porque la belleza es lugar de retorno, de regreso al ser desbordante, al sacrificio escondido, a la claridad del cielo, en definitiva, al don eterno.
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