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27 de abril de 2024

a verEnrique García-Máiquez

Insolencia de primera necesidad

A unos todo se les perdona y a otros ni chistar se les deja

Actualizada 11:45

Rafael Sánchez Saus, catedrático de Historia Medieval y director del Congreso Católicos y Vida Pública, es uno de los caballeros que aún nos quedan. Por eso es tan significativo de cómo están los tiempos que él prefiera, de todos los aforismos de Nicolás Gómez Dávila, este: «Nada me seduce tanto en el cristianismo como la maravillosa insolencia de sus doctrinas». Que alguien que pasea por la vida prodigando delicadezas, clame por la insolencia es sintomático.
No la pide por gusto, sino porque conoce el paño. Aunque nosotros no seamos catedráticos, también vemos clara la urgencia de la insolencia dogmática; y también de la laica. Se ve en la práctica y en la teoría.
En la práctica, el último escándalo ha sido a cuenta de la insolencia de la diputada Carla Toscano recordando no sé qué cosas a la ministra Irene Montero. Si han tenido ustedes la curiosidad de ver toda su intervención, comprobaron que, antes del follón, Toscano había desgranado muchos pésimos datos objetivos de la ley del «Sólo sí es sí» y de toda la batería normativa de feminismo radical. Pero nadie ha echado cuenta a eso, siendo lo importante; y nadie se la echaría a Carla Toscano si ella no se hubiese atrevido a la irreverencia de espetar una verdad incómoda. La eficacia con que el engranaje mediático oculta todo lo que no tiene el descaro de y para romper el cerco de silencio debería hacernos mirar la desfachatez con otros ojos.
En la teoría, fíjense que hoy se considera insolencia, como mínimo, hasta sugerir —como increíblemente profetizó Chesterton— que la hierba es verde. Verdades muy elementales (que los cromosomas determinan el sexo, por ejemplo) sólo pueden decirse arrostrando bastante peligro reputacional. Han puesto de rabiosa actualidad al Søren Kierkegaard que advirtió: «Verdaderamente, para servir a la verdad solo cabe hacer una cosa: sufrir por ella».
Esto nos deja en una situación incómoda a los que nos cuesta horrores molestar a nadie. «La palabra 'simpatía' es una de mis palabras elegidas», escribió Juan Ramón Jiménez, y yo le copio la elección. Una tía abuela de mi mujer estuvo a punto de morir por envenenamiento, porque, cuando estaba tomando ostras, notó que una estaba mala, pero, como ya la tenía en la boca, no la quiso escupir, y la tragó. Estaba sola. Todos los que le admiramos el gesto, aunque quizá no fuésemos capaces de inmolarnos en el ara de las buenas maneras, tenemos, en circunstancias normales, muy difícil resultar insolentes o agresivos.
Por fortuna, las circunstancias no son normales. No hace falta que levantemos la voz ni que escupamos venenos ni que exhalemos exabruptos ni siquiera exageraciones. Basta suspirar con naturalidad cualquier verdad de entre las más evidentes para que el escándalo estalle. De hecho, alguna vez he contado aquella exquisita intoxicación de mi tía política y alguno de los presentes se ha sentido ofendido, porque él hubiese escupido, sin ningún remilgo. «Bueno, de eso no me cabe la menor duda», he asentido yo, empeorando la situación, inexplicablemente.
Un sentido de la justicia básico basta también para desatar el escándalo. Ay de ti como se te ocurra exigir la misma medida para unos y para otros en el debate público. A unos todo se les perdona (ya sabemos a cuáles) y a otros (también sabemos a cuáles) ni chistar se les deja. Aplicar la conocida operación Gombrowicz (esto es, decir exactamente lo mismo que grita o jalea al contrario, pero cambiando los nombres) resulta intolerable, por lo visto, aunque al timorato como yo le queda la tranquilidad de no haber dicho nada de su cosecha, salvo el pequeño cambio de nombres propios.
Como la verdad que no se dice se pudre, no nos queda más remedio que atrevernos, asumiendo el peaje de la insolencia, aunque la digamos en voz baja, sin juzgar a nadie, lamentando las molestias. Y que sea lo que Dios quiera.
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