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Daniel Martín Ferrand

El éxito escolar

La sociedad de consumo y gratificación sin esfuerzo ha creado un clima donde se exige al profesor que apruebe sin más, no vaya a ser que se decepcione el presunto estudiante

Actualizada 19:10

En 2019 abandoné cualquier práctica periodística para centrarme en mi vocación: la enseñanza. Nada me ha llenado tanto como ser profesor de nada, alumno de todo y maestro de un buen número de estudiantes, hasta hace poco ansiosos de aprender a escribir, a pensar, a saber. Cinco años después, empero, al borde de la derrota antes unos deleznables sistemas educativos y una sociedad desnortada que lanza al ruedo a una enorme cantidad de alumnos malcriados y/o quejumbrosos, me veo obligado a retomar la pluma, más con ánimo terapéutico que de batalla, para, cual desmejorado don Quijote, luchar por una causa perdida: salvar la educación en España, en Occidente.

Cuando se analiza el tema se suelen mencionar las altas cifras de fracaso escolar o los malos resultados españoles en el informe PISA. Para comenzar mi quimérica cruzada, propongo comenzar por el otro lado, por el reverso supuestamente luminoso: ¿qué pasa con los alumnos que sí tienen éxito y aprueban todas?

En cualquier caso, antes de comenzar es necesario recordar lo obvio: todavía surgen alumnos fabulosos, reconfortantes chavales que iluminan el día de este quemado profesor. Y que, sorprendentemente, florecen a pesar de la sistemática eliminación del rigor y la excelencia que se viene imponiendo desde la LOGSE hasta nuestros días: se ha igualado el nivel por abajo–muy por abajo–. Si en los 80, bajo la ley Villar Palasí –que, por cierto, Couchoud también denostaba– un alumno mediocre desconocía los principales afluentes del Ebro, hoy el estudiante medio tiene serias dificultades para situar medianamente bien, por ejemplo, Guadiana, Ebro y Tajo. No solo con el rigor y la exigencia, ¡también hemos acabado con los contenidos!

El asunto se agrava en esta sociedad muelle y digital en la que nos movemos cual zombis parcialmente semovientes de mirada perdida en la caverna de la caverna, a saber, esas pantallitas que distraen más que entretienen, que muestran un remedo de vida y que funcionan más como estupefaciente que como herramienta. Los alumnos, pobrecitos, son incapaces de atender más de 2 minutos seguidos –uno advierte cómo, a mitad de explicación, se les apaga la mirada (a los que son capaces de encenderla)–. Y, en lugar de confrontar el problema, apostamos por digitalizar la educación, lo que a la postre es lo mismo que echar gasolina al fuego. El empanado de siempre se pierde aún más en mil mundos y el chaval con inquietudes las pierde pues más grato resulta la respuesta inmediata y nada exigente de lo virtual, de lo aparente.

Por fin, la sociedad de consumo y gratificación sin esfuerzo ha creado un clima donde se exige –aquí sí– al profesor que apruebe sin más, no vaya a ser que se decepcione el presunto estudiante, que así crece tan frágil como un copo de nieve –prefiero esta analogía a la de generación de cristal–, pues los alumnos de colegio y universidad son incapaces de enfrentarse a la más mínima frustración. Mientras tanto, quizás para que no se rebele, al profesor se le somete crecientemente a una interminable serie de tareas burocráticas –en forma de criterios de corrección y competencias evaluables– mientras se le arrebatan herramientas, se vacía el currículo y se le dan incesantes y contundentes directos a su decreciente vocación.

El resultado es demoledor o, como decía Baroja, laminador: muchos alumnos de bachillerato –¡Y de universidad!– con dificultades a la hora de comprender una lectura sencilla y sin posibilidad de escribir con corrección ni claridad, sin unas mínimas capacidades para la reflexión, para el espíritu crítico… sin apenas datos en el disco duro del cerebro… pero, eso sí, sin la más mínima consciencia de sus carencias. Son casi analfabetos, pero no lo saben… y esto sin duda es un éxito. Sobre todo porque, de una manera u otra, entre todos –yo, el primero– hemos cooperado para generar tanta incompetencia –según la neolengua impuesta por la LOMLOE– mientras miramos hacia otro lado, hacia la pared de la caverna, y regalamos títulos que, al generalizarse, también carecen de cualquier valor.

Mientras tanto, seguiremos a lomos del enflaquecido rocín del raciocinio para continuar la desigual –¡Imposible!– batalla que intente derribar a los gigantes disfrazados de molinos.

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