Susurros de mayo
Empieza una dispersión que puede ser pasajera o definitiva, según lo decida el macho dominante, en función del peligro que perciba o del espacio que conceda

Corzo en el pasto
Mayo se abre paso sin aspavientos. Donde abril sugiere, mayo afirma. Los trigos se elevan en orden cerrado, espesando la mirada a ras de campo. El agua, antes alborotada en las regatas de las umbrías, se aquieta en inciertos veneros, alimentando con discreción las profundas raíces de chaparras, robles y quejigos. La sombra se ha hecho espesa, valiosa, como un bien escaso que todos anhelan. Las siembras, cerradas en sí mismas, ocultan más de lo que enseñan. Todo canta, florece y se agita embriagado por los aromas de mayo. Y, sineembargo, el corzo calla, haciendo resonar más fuerte el eco de su ausencia. Un silencio roto por el breve chasquido seco de unas astas que se entrecruzan en desigual justa que no ofrece cuartel.
La vida en mayo lo inunda todo menos el ojo que busca al corzo. En el mes que rebosa la abundancia escasean las certezas. El campo florece, el aire se llena de aromas, trazos y colores, pero el corzo parece haberse esfumado. Porfiando de nuevo la eterna cuestión; por qué, justo ahora, cuesta tanto verlos. Y el campo, socarrón, responde con refranes: «Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo», «Mayo florido, malo para el oído», «Mayo hortelano, mucha paja y poco grano». La sabiduría popular es calma; al ojo que no sabe mirar, parece que no explica nada, pero acierta de pleno en todo.
El corzo, guiado por un instinto que ni duda ni pregunta, se ausenta. Las corzas, ya paridas, se repliegan a lo profundo buscando la quietud y la abundancia. El latir de nueva vida incita a esconderse, a fundirse en la espesura, a no dejar rastro. A poner en práctica eso que no se aprende, que va impreso en los genes: la búsqueda de esa inmovilidad esencial para los nuevos corcinos, que, aplastados al suelo y aparentemente solos, sobreviven en la discreción.
A medio camino entre la infancia y la juventud, los varetos vagan solos, recién apartados de la tutela materna, que no quiere competencia ni alboroto junto al encame de las nuevas crías. Así empieza una dispersión que puede ser pasajera o definitiva, según lo decida el macho dominante, en función del peligro que perciba o del espacio que conceda. Mientras tanto, estos juveniles sin rumbo cruzan caminos, bordean barbechos, tantean el monte buscando un lugar que llamar suyo con más miedo que vergüenza.

Cantuesos
Los grandes machos, los señores del territorio, curtidos por el tiempo y el entorno, patrullan sus dominios en busca del intruso que pretenda arrebatarles su lugar. En un ir y venir constante, recorren lindes, trochas y caminos, reafirmando con nuevos marcajes el blasón que rubrica su propiedad. Ya no acuden a sus querencias con la puntualidad de antaño. Mayo es un mes de patrulla sin pausa, de observar de cerca a los novatos, correrles y decidir quién es o no rival, quién permanecerá. Tiempo de escarceos y batallas, donde las afiladas y blancas puntas de las aceradas y bruñidas cuernas serán determinantes: tanto para conservar su reino frente al astado rival como para perderlo, acaso, ante una bala fugaz.
El aire se torna denso al vuelo del incómodo insecto que busca la luz, obligando al corzo a recogerse en la sombra
El sol ya aprieta al mediodía, y el zumbido de las moscas desafina los acordes de la partitura de mayo «malo para el oído». El aire se torna denso al vuelo del incómodo insecto que busca la luz, obligando al corzo a recogerse en la sombra. Cambiando sus hábitos a crepusculares, buscando la protección del monte cerrado en las horas centrales del día. Las cebadas ya encañadas ganan altura y ocultan al corzo; antes golosas, ya no son plato de gusto: «mucha paja y poco grano». Quien rebusca entre el cereal lo hace por las amapolas, correhuelas, turmeras y vinagrillos, con los que completar la fresca dieta que el monte ofrece: pamplinas, verdines, verbajas y prímulas, las hojas nuevas de la maraña, los brotes del espino y los serbales, que rebosan de savia y nutrientes. El recechista ilustrado hace pausa, recostado entre tomillos, romeros y cantuesos, buscando sombra a cobijo del arácnido vampiro. Sabedor de antiguas costumbres, impregna en sus ropajes esos aromas que ahuyentan garrapatas y despejan el alma. Y así, uno se deja estar, sabedor de que hay días en que el monte lo da todo… menos un lance.
Los primeros días de mayo no han sido fáciles, «no te quites el sayo». Las lluvias y el viento han molestado al corzo, sujetándolo en el monte. Han borrado las trochas, enfangado lindes y ribazos, desplazándole de sus querencias. Han impedido las labores del campo, retrasando escardas y abonados: una razón más para no volver. Algunos pasos habituales se han perdido, y el cazador tiene que reiniciarse, pues el corzo ha cambiado sus liturgias.
Mayo no respeta reglas, siembra dudas. Tiempo de interpretar lo que no se ve. Mayo reafirma lo que dijo abril y recalcará junio; quien diga saber de corzos solo muestra su ignorancia. Si hay un animal imprevisible, es este. Cuanto más lo observo, cuanto más lo estudio, cuanto más lo cazo, más preguntas me surgen, más cuenta me doy de lo poco que sé del más pequeño de nuestros cérvidos. Pero no, no voy a citar a Sócrates. Mayo es un mes que evoca a Machado:
algunas hojas nuevas le han salido.
…
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.»
- Laureano de Las Cuevas es corcero y servidor de usted