La suelta
Los perros ladran impacientes y con ansia de dar rienda suelta a su afición. Sus ojos son todo un mensaje: quieren cazar; necesitan cazar. Se revuelven dentro del vehículo como toro enchiquerado y hasta hacen que se bambolee
Un perro de caza en la provincia de Lugo (Galicia)
No soy perrero, pero siempre mendigo a algunos amigos mi participación en monterías con las rehalas, aunque los años no pasan en balde y cada vez me cuesta más. Acabo muy cansado pero muy satisfecho.
Aunque ni la caza ni el campo implican necesariamente adrenalina, también la tiene; y a raudales. Me centraré ahora en el momento de la suelta, que para mí tiene algo de mágico. Los camiones y remolques llegan a su destino y los perreros preparan su particular vestimenta que nada tiene de moda y todo de utilidad. Las delanteras son imprescindibles y todos los años vuelvo a decir que tengo que cambiar mis viejos cueros por otros menos pesados que hace no demasiado no me lastraban como ahora. Pero nunca lo haré, aunque sólo sea por los recuerdos.
Los perros ladran impacientes y con ansia de dar rienda suelta a su afición. Sus ojos son todo un mensaje: quieren cazar; necesitan cazar. Se revuelven dentro del vehículo como toro enchiquerado y hasta hacen que se bambolee.
El hombre no es capaz de oler la adrenalina en situaciones normales. Yo soy consciente de haberla olido claramente en una situación que no quiero recordar. Por eso reconozco ese aroma ácido que contagia reacciones y acelera sentidos. Y se huele en la suelta, porque son cientos los organismos que la exudan. Pero hay que esperar la orden del capitán de montería que por fin llega. ¡Perros al campo!
Cada rehala identifica a sus dueños en esos gritos modulados con el diafragma con técnica de tenor de ópera
Tal es el ansia por cazar que hay que tener la prevención de no ponerse delante de la salida de los perros, o te llevarán por delante. Los perreros les animan con sus gritos identificadores, porque, créanlo, cada rehala identifica a sus dueños en esos gritos modulados con el diafragma con técnica de tenor de ópera que han aprendido instintivamente si no querían quedarse sin cuerdas vocales al poco rato. Gritos que al ajeno le pueden parecer salvajes, de hombre de las cavernas, pero que conforman una magnífica sinfonía en coordinación con el ladrar de la rehala, en la que también hay bajos y barítonos.
Y comienza la montería. Los ladridos se hacen más tenues tras haberse dispersado las rehalas y sólo se van oyendo cuando un puntero coge un rastro o cuando arrancan una res y la persiguen.
Quien nunca lo haya visto descubrirá la intensidad del significado de «latir», que no es sólo ladrar. El perro siente la pieza, sus impulsos se desbocan y es incapaz de ninguna discreción, como si fuera una alcahueta. Y no sólo por eso, sino porque también pide ayuda a su equipo, porque sabe que él solo no puede. Los perros laten al ladrar con ansia y afición. Nadie les obliga ni espolea y las voces de sus perreros no constituyen mando, sino ánimo.
Poco a poco te vas rozando con los perros e intercambias olores con ellos, y enseguida te identifican, al menos ese día, como parte de ese equipo y, en vez de rehuirte, aceptan tu compañía e incluso eres capaz de que algunos sigan tus voces cuando el verdadero perrero, el titular, te pide que te separes para coger más espacio.
Algunas veces, no tantas como algunos creen, los perros cogen a un cochino. Se te eriza el vello. Ya son tus perros, ya es tu equipo, y tienes que acudir pues ya eres ellos. Corres a defenderlos como un lobo. Correrás más, mucho más si en sus ladridos te lanzan un mensaje de angustia por no poder con la res; si están recibiendo estopa de sus colmillos. En ese momento la adrenalina se dispara y sólo lo bien aprendido te permite cierta prudencia. Ya no pincha la jara, ya no te falta el oxígeno tras la carrera, porque son tus perros, por mucho que sólo ese día. Es un agarre completamente diferente en reglas a las que se siguen si acudes desde la postura. Ya no te tienes que «presentar» a los perros porque tú eres ellos. Y te necesitan y te requieren. Incluso precisan de alguna voz de ánimo que, a falta de las de su dueño, es bienvenida. Y cumples con el acero y con los perros.
Tras el lance, ni te miras; pero sí a los perros. Los revisas de arriba abajo y ellos te lo admiten; los mismos que hacía una hora no se dejaban ni acercar. En el mejor de los casos podrás proseguir, en el peor tendrás que asistir a alguno y sacar el botiquín de urgencia y no faltarán ayudas de los compañeros.
La satisfacción es absoluta. Has cumplido con el monte y con los perros y no sientes la menor envidia de los compañeros de caza que han descolgado varias reses desde sus posturas. Y hasta notas como los más sensibles con el espíritu montero te miran con cierta envidia al ver esa comunión con el monte y con los canes. Todo el que coge un rifle debería batir alguna vez con los perros. Y no lo olvidará jamás. A esa adrenalina sí que me apunto y, de hecho, suelo hacerlo.
Antonio Conde Bajén es miembro del Real Club de Monteros