El vaqueo
Una carrera me vuelve a mi ser; un cochino bien terciado va veloz y zorreado tomando una vereda por la umbría donde el sol aún no pega sabiendo que es más oscura. Descuelgo el rifle y me lo echo a la cara…

Trofeo del jabalí dedicado a Marijó
Tenía la mirada serena. Porque sereno fue su paso por la vida. La recuerdo. Puedo decir que la recuerdo todos los días. No fue una madre pero sí una amiga. Esas que miras con la ternura y orgullo de saber que matarías por ella. Y que ella por ti se dejaría matar.
Ocupo un portillo donde Extremadura se asoma a La Mancha. La madrugada me ampara. Estamos vaqueando, antiquísima forma de caza que algunos locos siguen llevando a gala más que por el resultado, por mantener las tradiciones. Pese a que estamos en octubre, ya hay rocío y el amanecer está próximo entre roncas de gamos y la berrea de los venados. Se junta pues el celo de los cérvidos con las primeras monterías de la temporada.
Sigo inmerso en mis pensamientos. Tenía la mirada sincera. Me llevan mis recuerdos a aquella antesala del hospital donde ella estaba en sus últimos pasos por este mundo. Los médicos la subieron a planta para que toda su familia pudiera decirle el amargo pero reconfortante adiós. Qué importante es saberse querido cuando la vela se apaga. Más necesario ser valiente para enfrentarte a la cara de la muerte, de ir a ver a alguien a quien amas y sabes que no verás más. Estuve en aquella sala de espera, dando lugar a los más allegados, a los hijos y a los hermanos. Servidor era un pariente lejano de sangre, pero íntimo de sentimientos.
Trago saliva, no puedo evitar emocionarme al recordarla. Me dio audiencia mientras atusaba sus débiles cabellos. Las señoras elegantes son elegantes hasta el final. Le conté dos tonterías para hacerla reír. Lo logré. Nos hablamos de todo, de la vida, del más allá. Le conté aquella picardía para seguir dibujando su limpia sonrisa pero por dentro quería romper a llorar porque veía que eran sus últimos pasos. Los dos lo sabíamos pero yo no quería reconocerlo. Qué bravo me siento ante un agarre, qué débil ante una rosa que se marchita.
Sonsoles López-Gamona Olleros, sobrina de Marijó Sánchez-Ocaña
Falta aún para la suelta, el vaqueo se convertirá en montería, las combinamos hoy. Veo el Guadiana al fondo, tiene bruma. El otoño está aquí, ha llegado mientras navego con mis pensamientos por aquel pasillo de hospital, dando pasos largos y espaciados, oyendo el pálpito de ellos descompasados con mi corazón. Pasos sobre el mármol frío y solemne del sanatorio. Ese que ha escuchado oraciones más sinceras que muchas iglesias juntas.
Me prometió que una vez arriba me mandaría una señal para decirme que estaba bien, un cochino de esos apretado y arocho
Recuerdo nuestra última conversación. Entre mis chistes y su mirada maternal. Prometí ir a verla al día siguiente. Era mi mentira más cierta. Los dos sabíamos que el fin estaba próximo. Siempre fue más valiente que yo. Me reconoció que esa noche partiría hacia lo eterno. Lo sabía. Los dos lo sabíamos. Me miró a los ojos, con ese semblante sereno. Me prometió un regalo más, aparte de aquella sonrisa. Me prometió que una vez arriba me mandaría una señal para decirme que estaba bien, un cochino de esos apretado y arocho. Uno de esos que te gustan a ti -decía-. Pero recuerda decir mi nombre a los cielos para que yo pueda oirlo. El campo es el mejor escenario para rezar.
Sigo en mis pensamientos. Es la primera montería tras la partida de mi amiga. Tengo sus palabras dulces en mis oídos. En mi corazón. La tengo presente. Rezo todos los días y entre mi gente -que es mucha- la recuerdo. Una carrera me vuelve a mi ser; un cochino bien terciado va veloz y zorreado tomando una vereda por la umbría donde el sol aún no pega sabiendo que es más oscura. Descuelgo el rifle y me lo echo a la cara… Lo veo claro, es macho y es grande. Lo dejo cumplir mientras centro mis instintos en lo que muchas veces he llevado a cabo. Va a llegar al final del cortadero, está en el perdedero y sentencié con el gatillo.

Jabalí abatido y dedicado a Marijó
Al estruendo separé mi cara de la culata y grité con adrenalina mirando a los cielos:
¡Marijó!
Me mandó su regalo. Y tuve la certeza de que estaba en la más alta y merecida gloria. Y tras mucho tiempo con las ganas contraídas, pude llorar a lágrima viva para recordar a tan gran señora. Se llamaba Marijó Sánchez-Ocaña y era mi amiga. Una segunda madre. Así me lo narró mi amigo Arturo López-Gamonal.
- Lolo De Juan es gestor agropecuario