El campo te devuelve lo que le das
Los monteros españoles dialogaban sobre ello y convinieron por unanimidad que desde la aparición del térmico no había un cochino con edad en las fincas abiertas
Cada vez más mujeres son Rehaleras. Entran al monte liderando sus de perros a los que defienden y apoyan en cualquier circunstancia.
Aquella sierra no tenía aprovechamiento. Ni siquiera se agarraban a ella las cabras. «Esta finca es una ruina» le decía siempre su padre. No da ni para pagar los impuestos. El campo debiera estar liberado de cualquier carga. Ya les es difícil salir adelante a los agricultores y ganaderos como para que les pongan más trabas los que no saben.
Pero un día llegó un jabalí. Y un venado. Y luego más. Y en poco, la espesura se llenó de caza. «Ahora, quizás podamos sacar una renta al terreno». Cavilaba el hijo. Había personas que pagaban por pasar una jornada cinegética rodeados de un entorno salvaje. Era la montería. Y ese lugar tenía condiciones. El monte estaba atravesado por cortafuegos que impedirían la propagación de un traumático incendio.
Allí se apostarían los cazadores. Eran las traviesas. Y también arriba y abajo. Cuerda y sopié, cerrando la mancha y cubriendo los pasos. Por los calores, en octubre cazarían la umbría. Más adelante, según las cosas, quizás le dieran un golpe a la solana.
Se vendió bien. Y el resultado global fue acorde a las expectativas. Algunos no cazaron, no tuvieron fortuna, pero entendían que nadie les podía asegurar que aquel marrano que estaba encamado delante indefectiblemente pasase por su postura. La mitad de los presentes eran españoles y el resto extranjeros. Estos venían con la ilusión de ver las famosas rehalas de perros con su dog keeper al frente. Se sorprendieron al observar que algunos rehaleros iban vestidos con sus pantalones de pana, zahones, zamarra, cuchillo al cinto y prenda naranja reflectante, y, en cambio, otros, utilizaban un mono de trabajo que deslucía la estética de la solemnidad que protagoniza el perrero con sus perros dentro del monte. La Montería y la Rehala estaban declarados Bien de Interés Cultural (BIC). Y esa forma de vestir no era coherente ni con el propósito ni con el estatus al que querían los rehaleros situar a la rehala. Mencionaron su extrañeza al dueño, que lo comprendió y asumió como área de mejora. En el futuro, nadie entraría a batir con un mono de trabajo. Y así lo hizo. Un pantalón de pana, una camisa y una zamarra no costaban tanto.
Sería necesario contratar un guarda y alguien para ocuparse de la casa. Ahora se lo podían permitir
El día resultó redondo y por ello pensaron en repetirlo. Así, merecía la pena cuidar y guardar la caza. Sería necesario contratar un guarda y alguien para ocuparse de la casa. Ahora se lo podían permitir. Los ingresos daban para ello.
Mientras comían los monteros, se acarreaba lo cazado para ser expuesto en la junta. Tres buenos jabalíes destacaban por encima de los demás trofeos. Allí no se hacían esperas y el térmico estaba para la gestión y el control de los furtivos. No para matar los verracos en la negrura de la noche. Ya no les valía su instinto de ocultación. La anticaza los detectaba y los mataba. Los monteros españoles dialogaban sobre ello y convinieron por unanimidad que desde la aparición del térmico no había un cochino con edad en las fincas abiertas. Un joven con expresiones cabales sentenció: «no es el aparato, que es óptimo para gestionar y proteger lo que es de uno. Es el uso que algunos le dan». Todos estuvieron de acuerdo.
Con la dedicación debida se aseguraban dos monterías al año. La solana y la umbría. Cada una en su tiempo. El éxito continuado les llevó a arreglar la casa para poder acoger a diez personas. Cinco cuartos. Se incrementaban los ingresos. En época de veda se podría utilizar como casa rural. Esos días haría falta disponer de personal extra.
La finca, que no valía para nada, por ventura de los bichos montunos, dio felicidad a los cazadores que acudían a las monterías, dio trabajo a un matrimonio de jóvenes que gustaban de la vida en el campo y permitió a los dueños no perder el dinero que no tenían intentando mantener lo que les vino de sus antepasados.
Perico Castejón es ingeniero agrónomo