Carne de campo

A lo largo de mi vida y por el hecho de habitar permanentemente en el campo y pasar mucho tiempo en lugares inaccesibles y remotos con dificultades de abastecimiento, he probado un amplio espectro de carnes de animales salvajes y de huevos de aves

Act. 08 sep. 2025 - 17:50

Agachonas

Agachonas

Siempre que servían zorzales en casa, mi padre pronunciaba inexorablemente aquella frase: «el zorzal es el pájaro más chico que comía mi abuelo». Sin embargo esta limitación que tenía mi bisabuelo en cuanto al tamaño de las aves, no nos afectaba a nosotros. El mes de septiembre era uno de los que me proporcionaba mayor disfrute en el campo donde vivíamos y sigo viviendo. Con él llegaban las hordas de pequeñas aves migratorias que hacían parada en su camino al África. Y las cazábamos de las más diversas maneras, con costillas, con red, con encijeras, etc.

Todavía a mediados del siglo XX, el consumo de pájaros pequeños como currucas, papamoscas, colirrojos, collalbas, era una práctica habitual y muy apreciada en el ambiente rural, por lo que mi madre también compraba los que le ofrecían los vecinos y trabajadores de la propiedad. Y por supuesto comíamos también toda la carne que producía la práctica de la caza menor, desde las tórtolas hasta los ánsares. Como es natural, había preferencias y en casa, el primer puesto que siempre ocupa la becada en la culinaria cinegética, quedaba desbancado por su pariente más pequeña, la becacina o agachadiza que aquí llamamos agachona. A la zaga de ésta andaban la cerceta de invierno y la tórtola de septiembre, cuando hay muchos ejemplares jóvenes que todavía no han iniciado su viaje al Sur y por tanto son tiernos y bien provistos de grasa.

El rabudo y el pato real de invierno también ocupaban puestos preeminentes en nuestra lista de preferencias. Y además contábamos con casos específicos de auténticas delicias, como por ejemplo el alcaraván con el que siempre se hacía sopa. O las tripas de los patos cobrados al caer o lubricán, que asábamos in situ sobre una candela hecha con almajos. Si las traíamos a casa, mi madre las sofreía con aceite de oliva y vino amontillado: una delicatesen verdadera.

Con la lógica impuesta por las necesidades de conservación, se dejaron de cazar y consumir las aves pequeñas

Con la lógica impuesta por las necesidades de conservación, se dejaron de cazar y consumir las aves pequeñas, pero en mi entorno seguimos consumiendo mucha carne de caza, tanto mayor como menor. Se trata de un alimento saludable, que aporta alto valor nutritivo y se digiere con suma facilidad. Mis compañeros jinetes del hipódromo lo valoran mucho y algunos me piden que les guarde carne del monte porque son conscientes de que pueden consumir la que quieran sin que ello afecte a su peso, que es un factor crucial que nos condiciona mucho el acceso a los caballos de carreras.

A lo largo de mi vida y por el hecho de habitar permanentemente en el campo y pasar mucho tiempo en lugares inaccesibles y remotos con dificultades de abastecimiento, he probado un amplio espectro de carnes de animales salvajes y de huevos de aves. El flamenco era palatable, aunque tenía un chero de marisco que también afectaba a su huevo, sin duda consecuencia de una alimentación basada en microcrustáceos acuáticos como camarones, artemias o pulgas de agua. Las garzas y las cigüeñas resultaban realmente incomibles –sabían a pescado semiputrefacto. Los somormujos y zampullines no estaban mal con tal de que, tras su captura, se asaran directamente sobre las ascuas. Chibebes, agujas o estaquillas, chorlitos y combatientes o vaciruelos, nos parecían bastante aceptables. De las rapaces, lo más comestible era el cernícalo, pero he visto a habitantes del campo no desechar milanos, ratoneros ni lechuzas.

No hace falta mencionar las piezas de caza mayor que aportan carácter de fiesta a cualquier mesa rural. El costillar de una cochina primalona al horno, la silla de un corzo o los lomos de un vareto, son menús que bien merecen ser conocidos por todos los chefs y profesionales de la gastronomía.

También constituían una especialidad muy localizada, los huevos de diversas especies que se ofrecían a modo de tapas en las ferias de primavera del Bajo Guadalquivir. Eran de aves marismeñas como chorlitejos o cascabelitos, fumareles o charranes, cigüeñuelas, avocetas o baquiruelas, canasteras o cagazos, y así una larga serie. Los ofrecían hervidos y sin cascarón, mostrando una clara transparente que dejaba ver con nitidez la yema en el centro. La clara imagen de una célula.

Nido de gallareta

Nido de gallaretaCedida

Los invitados los tomaban previa inmersión en un cuenco con sal gorda y otro con pimiento rojo molido. Los más valorados no obstante eran los de focha o gallareta, que se vendían por las calles en amplios canastos. Eran el resultado de una faena marismeña de recolección, conocida como huevear, cuya fecha de inicio estaba marcada por la festividad de San José y se continuaba, más o menos según los niveles de agua, en el transcurso de la primavera, extendiéndose a la recogida de huevos de patos reales, pardillas, frisos y porrones.

De todas estas prácticas ya no queda nada, ni siquiera la memoria y la población no las echa de menos. Es más, resulta sorprendente la falta de conocimiento e interés de la mayor parte de la ciudadanía por esta clase de alimentos del medio natural, hasta tal punto que en un país como Gran Bretaña, donde cada temporada se cobran millones de perdices y faisanes, muy frecuentemente, los gestores de los cotos de caza –shoots—tienen que enterrar las aves cazadas pues el precio de mercado no sobrepasa las 2.5 libras por una collera en el campo.

Y es que hoy, el público en general se muestra satisfecho con carnes de supermercado, producidas a base de hormonas y antibióticos en gigantescas granjas industriales, presentadas en bandejas de plástico cubiertas de papel film y preparadas para ir directamente al horno o la sartén. Carnes que carecen del auténtico sabor de campo que tiene la carne salvaje.

Por otra parte, este público urbanita, no sabría ni procesar ni cocinar los animales cazados, ni cuenta en sus viviendas con el lugar y los medios para hacerlo. Un verdadero desperdicio, efecto del paso del tiempo y al que habría que poner remedio.

Javier Hidalgo de Argüeso es cazador, ornitólogo y jinete

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