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Hattie McDaniel ganó el Oscar a la mejor actriz de reparto por Lo que el viento se llevóGTRES

Cine

Las películas del cine clásico que hoy serían canceladas por la corrección política

De 'Lo que el viento se llevó' a 'Centauros del desierto'

Existe una paradoja inquietante en la relación que la sociedad contemporánea mantiene con su propio legado cultural. Mientras la tecnología permite restaurar clásicos con una nitidez visual nunca antes vista, la lente moral con la que se examinan estas obras se ha vuelto cada vez más borrosa, empañada por un presentismo que juzga el ayer con los dogmas estrictos del hoy. Basta un repaso por la cartelera histórica de Hollywood, esa que cimentó la leyenda del séptimo arte, para llegar a una conclusión tan evidente como melancólica: una parte sustancial de las obras maestras del siglo XX sería imposible de rodar en la actualidad. Los guiones serían devueltos, los directores cancelados y los estudios, temerosos de las redes sociales, optarían por la asepsia antes que por el riesgo.

El cine clásico, aquel que se manufacturaba en los grandes estudios bajo la férrea disciplina de productores que conocían el oficio, no era un cine de santos, sino de hombres y mujeres. Y, por tanto, reflejaba las virtudes, pero también los prejuicios y las oscuridades de su tiempo. Hoy, sin embargo, se ha instalado una suerte de puritanismo laico, una inquisición de la corrección política que busca higienizar el pasado, eliminando cualquier arista que pueda ofender la sensibilidad de un espectador al que se le presupone una fragilidad infantil.

Lo que el viento se llevó

El caso más paradigmático, y quizás el más doloroso por su magnitud artística, es el de Lo que el viento se llevó (1939). La epopeya sureña de Victor Fleming ha sufrido en tiempos recientes advertencias, retiradas temporales de plataformas y recontextualizaciones forzosas. Se la acusa de romantizar la esclavitud y de perpetuar estereotipos raciales. Sin negar que la visión de la película sobre el Viejo Sur es edulcorada y responde a la mirada de su época, impedir su existencia o condenarla al ostracismo supone un error cultural de primer orden. Se olvida que Hattie McDaniel, la inolvidable Mammy, se convirtió gracias a ese papel en la primera afroamericana en ganar un Oscar, abriendo una puerta que hasta entonces estaba cerrada con llave. Un estudio actual, paralizado por el miedo a la polémica, jamás daría luz verde a una historia donde los protagonistas son dueños de esclavos, privando al público de una obra que, más allá de su contexto social, es un monumento a la narrativa cinematográfica y a la supervivencia humana.

Si nos adentramos en el terreno del wéstern, género fundacional de la mitología estadounidense, la situación se torna aún más compleja. Centauros del desierto (1956), de John Ford, es considerada por muchos la mejor película de la historia. Sin embargo, su protagonista, Ethan Edwards, interpretado por un inmenso John Wayne, es un racista visceral que odia a los comanches. Hoy, un guion así sería mutilado por los «lectores de sensibilidad» que operan en los estudios. Se exigiría que el héroe fuera impoluto, un dechado de virtudes modernas. No se entiende que Ford no estaba glorificando el racismo de Edwards, sino retratando la tragedia de un hombre condenado a la soledad por su propio odio. Al eliminar la complejidad moral y la oscuridad de los personajes para no ofender, el cine moderno renuncia a explorar la condición humana y se convierte en un panfleto de buenas intenciones.

La relación entre hombres y mujeres, tal y como se plasmaba en el cine clásico, es otro campo minado para la mentalidad actual. El hombre tranquilo (1952), otra joya de Ford, muestra una dinámica de pareja que hoy sería tildada inmediatamente de tóxica o apologética de la violencia de género. La escena en la que John Wayne arrastra a Maureen O’Hara a través del campo es, vista con los ojos de 2025, inadmisible. Sin embargo, reducir esa obra maestra a esa secuencia es no entender el código del romance irlandés, el choque de temperamentos volcánicos y la dignidad feroz del personaje de Mary Kate Danaher, que no es una víctima, sino una mujer que exige a su marido que luche por su dote, es decir, por su identidad y su respeto social. El cine actual, temeroso de cualquier fricción, ha sustituido esa pasión, a veces bruta pero siempre vital, por relaciones de una planicie soporífera donde el conflicto ha desaparecido.

El hombre tranquilo

Incluso la comedia musical, género amable por excelencia, no se libra de la quema. Siete novias para siete hermanos (1954), con sus coreografías atléticas y su vitalidad desbordante, se basa en una premisa —el rapto de las mujeres sabinas— que hoy resultaría impensable. La idea de que unos montañeses secuestren a unas mujeres para casarse con ellas sería motivo de denuncia inmediata. Se pierde de vista el tono de fábula, la convención teatral y la inocencia de un género que no pretendía ser un documental sociológico, sino un espectáculo de evasión. Al aplicar el código penal y moral del presente a la ficción del pasado, se destruye la capacidad del arte para jugar con la realidad.

Es necesario abordar también el cine negro y de detectives. Películas como El sueño eterno (1946) o El halcón maltés (1941) presentan a tipos duros, cínicos, que tratan a las mujeres con una mezcla de deseo y desconfianza, fumando compulsivamente y bebiendo a todas horas. La masculinidad que proyectaban Bogart o Mitchum, estoica y a veces cruel, ha sido deconstruida hasta la irrelevancia en el cine contemporáneo. Hoy, esos personajes serían enviados a terapia o reescritos para mostrar una vulnerabilidad que encaje con los nuevos cánones. Se ha perdido el arquetipo del hombre que carga con sus pecados en silencio, una figura que, desde una perspectiva conservadora y clásica, poseía una nobleza trágica que el héroe moderno, tan preocupado por ser empático, rara vez alcanza.

El halcón maltés

Este revisionismo histórico no solo es injusto con los creadores del pasado, sino que revela una profunda desconfianza hacia el espectador actual. Se asume que el público es incapaz de distinguir entre la ficción y la realidad, o de entender que una película rodada en 1940 responde a los valores de esa época. Esta actitud paternalista empobrece el debate cultural. El cine no tiene la obligación de ser una escuela de ciudadanía, ni un manual de conducta intachable. Su función es contar historias, emocionar y, a veces, incomodar.

Al vetar, aunque sea simbólicamente, estas narrativas, se nos priva de la memoria. Se olvida que la evolución moral de una sociedad se mide precisamente contrastando el presente con el pasado, no borrando este último. Las películas del Hollywood dorado eran imperfectas en su ideología, sí, pero eran libres en su ejecución artística y poseían una fe inquebrantable en el poder de la imagen.

Hoy nos queda un cine más higiénico, más respetuoso con todas las minorías y sensibilidades, diseñado en despachos de marketing para no generar ni un solo titular negativo en Twitter. Pero cabe preguntarse, con honestidad y cierta nostalgia, si dentro de cincuenta años alguien recordará estas películas inofensivas con la misma reverencia con la que hoy, pese a todo, seguimos mirando a Escarlata O'Hara jurando que nunca más pasará hambre. Probablemente, la respuesta sea un silencio tan rotundo como el que impera hoy ante la dictadura de lo políticamente correcto.