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19 de marzo de 2024

El "machismo en los dientes"

Paula Andrade

El Debate de las Ideas

Vivek Ramaswamy y el capitalismo 'woke'

Todas las grandes empresas tienen protocolos y oficinas «de diversidad», entendiendo por «diversidad» la de genitales y colores de piel, no la de pensamiento

Vivek Ramaswamy tiene buenas razones para amar el capitalismo y temer su autodestrucción. Hijo de emigrantes indios a EE.UU., él mismo llegó –con su talento y esfuerzo, no mediante cuotas raciales– a ser CEO de una importante empresa farmacéutica. Su libro Woke, Inc. explica, entre otras cosas, cómo la llegada del libre mercado sacó a cientos de millones de personas de la miseria en el país de sus padres, con el que Ramaswamy mantuvo siempre contacto porque volvían para las vacaciones. Los beneficios no son sólo materiales: ha sido el capitalismo, no las leyes, el que consiguió desmantelar el sistema de castas en la india. En una sociedad CON mercado (concepto preferible al de «sociedad DE mercado», pues no todo debe ser mercantilizado, y Ramaswamy es categórico sobre eso también) las clases sociales son permeables porque el principio de diferenciación social es la riqueza, y la riqueza es alcanzable por quien triunfe profesional o mercantilmente, cualquiera que sea su origen; una sociedad de castas, en cambio, se basa en el linaje: el destino de cada persona queda sellado por su cuna. La gratitud hacia un sistema que había permitido a su familia mejorar su suerte por méritos propios convirtió a Ramaswamy, no sólo en un apologista del mercado, sino también en un patriota norteamericano: «El sueño americano es un sueño de prosperidad, libertad y oportunidades. Es la idea de que, con independencia de quiénes sean tus padres, puedes realizar tus sueños a través del trabajo duro, el compromiso y el ingenio» (Woke, Inc., p. 326).
Precisamente porque es consciente de que el capitalismo se basa en «la fe en el individuo como agente libre en el mundo», Ramaswamy ha escrito el mejor libro sobre la amenaza que representa la «wokización» del capitalismo. El wokismo disuelve al individuo en el grupo de turno (sexo, raza, orientación sexual…), y por tanto niega su libertad: sus opiniones, intereses y hasta pecados o virtudes han de ser las del rebaño sexual o étnico (y en esto llegan hasta la idea cuasi-nazi de la «culpa racial»: todos los blancos estamos contaminados por el supuesto pecado original de la raza blanca esclavista-imperialista, etc.). De ahí la inquina contra los renegados: mujeres que no acepten el discurso feminista, negros que no asuman el relato racial-victimista, homosexuales que no se sientan representados por la monserga LGTB… La congresista Ayanna Pressley ha llegado a decir: «No queremos más caras negras que no quieran ser voces negras» (o sea: no queremos en el Congreso negros que rechacen la cantinela woke sobre el «racismo sistémico», la necesidad de cuotas raciales, etc.). Y, por supuesto, para el wokismo, la idea de meritocracia -consustancial al capitalismo- no es más que una tapadera de la persistencia de la dominación racial-sexual.
Entonces, ¿cómo es posible que las grandes empresas hayan abrazado la ideología woke? Se trata de un hecho innegable: todas, desde Apple a Uber, emitieron comunicados de apoyo a Black Lives Matter tras la muerte de George Floyd, por ejemplo. Disney obliga a sus empleados a asistir a cursillos sobre «¿Qué puedo hacer contra el racismo?»; Coca-Cola, a seminarios sobre «Cómo ser menos blanco» (no se trata de pigmentar la piel a la inversa de Michael Jackson, sino de «ser menos opresivo, menos arrogante, menos seguro, menos defensivo, más humilde»). Todas las grandes empresas tienen protocolos y oficinas «de diversidad», entendiendo por «diversidad» la de genitales y colores de piel, no la de pensamiento, que precisamente se ve triturada por el adoctrinamiento woke, como pudo comprobar James Demore en Google.
Ramaswamy busca las raíces intelectuales del capitalismo woke a principios de los 70. Milton Friedman escribió en 1970 (en un artículo de The New York Times Magazine) que el único objetivo de una empresa debía ser la búsqueda del beneficio (shareholder capitalism, capitalismo de accionistas), y que la gran virtud del sistema de mercado es que esa búsqueda del interés particular termina beneficiando a la sociedad a través del mecanismo que Adam Smith había llamado «mano invisible». Le respondió en 1973 un intelectual entonces joven, proponiendo un modelo de stakeholder capitalism en el que las empresas debían perseguir, no sólo el beneficio de sus accionistas, sino también «el de sus trabajadores y empleados, así como el de la sociedad en su conjunto». Las empresas debían asumir una función social: no indirecta/paradójica a través de la mano invisible, sino explícita a través del activismo moral visible (de ahí saldrían conceptos como la «responsabilidad social corporativa»). Ese intelectual se llamaba Klaus Schwab, y sus ideas se plasmaron en el Manifiesto de Davos («Código Ético para los Líderes Empresariales»). Esos fueron los comienzos del Foro Económico Mundial y sus reuniones anuales en las lujosas nieves suizas para la promoción del ”capitalismo ético”.
La necesidad de postureo moralista por parte de las empresas será tanto mayor cuanto más anticapitalista sea la mentalidad ambiente. La hegemonía cultural de la izquierda -últimamente, izquierda woke- hace que los superempresarios tengan que expiar a través de todo tipo de profesiones de fe progresista el «pecado» de ser tan ricos. En otras ocasiones, el exhibicionismo moral sirve para desviar la atención de asuntos en los que peligran intereses empresariales decisivos. Por ejemplo, a Coca-Cola le sale más barato impartir cursillos de anti-blanquidad que plantearse una modificación de los ingredientes de su bebida, que está contribuyendo a una plaga de obesidad y diabetes que afecta desproporcionadamente a… los negros. La rápida wokización también sirvió para difuminar con una cortina de humo la responsabilidad de determinadas empresas y bancos en la crisis financiera de 2008.
«El wokismo necesitaba dinero. Y Wall Street necesitaba un imprimatur moral» (p. 129). De ahí surgió una alianza contra natura. El resultado es el complejo woke-industrial, un Leviatán en el que Gobiernos woke, superempresas vendidas al wokismo, universidades wokizadas, medios de comunicación y plataformas tecnológicas ideologizadas, organizaciones internacionales, etc. cooperan en una red de totalitarismo blando sin precedentes. En la colusión hay ganadores y perdedores: «Las superempresas ganan. Los activistas woke ganan. Las celebrities ganan. Hasta el Partido Comunista Chino encuentra una forma de salir beneficiado. Y los perdedores de este juego son el pueblo americano, nuestras instituciones vaciadas por dentro, y la propia democracia americana» (lean «occidental» allí donde Ramaswamy incurre en americocentrismo).
El totalitarismo blando no tiene la ferocidad del totalitarismo duro nazi o comunista, pero puede resultar casi más exhaustivo: nunca se había visto una alineación tan completa de tantos actores social-culturales con un mismo adoctrinamiento. En particular, no se había visto tal implicación ideológica de las grandes empresas desde la Gleichschaltung (empresas alineadas con los designios del Führer) de la Alemania de los años 30. En materia de silenciamiento de opiniones disidentes, de hecho, las empresas tecnológicas le hacen el trabajo sucio a los Gobiernos progres (piénsese en el cierre de decenas de miles de cuentas conservadoras en Twitter y Facebook tras el lamentable asalto al Congreso del 6 de enero de 2021).
La inclusión de China entre los beneficiarios del capitalismo woke es muy sustanciosa. Por supuesto, el gigante asiático se frota las manos al contemplar la autodenigración moral occidental (que terminará convirtiéndose también en autodestrucción económica: piénsese en la onerosa locura climático-energética) que implica el wokismo. El libro de Ramaswamy ofrece valiosos ejemplos de cómo las superempresas, tan dispuestas a combatir un racismo-machismo occidental inexistente o marginal, cierran los ojos a las atrocidades de la China de los campos de concentración uigures, de las esterilizaciones masivas y de las extracciones forzadas de órganos (con las que, al contrario, hacen pingües negocios). En la lengua china ha surgido una nueva palabra: «baizuo». Significa algo así como «occidental progresista e idiota». En cónclaves internacionales se ha dado el caso de que diplomáticos chinos expresen su preocupación por la grave situación de los derechos humanos en… Estados Unidos. Por ejemplo, Yang Jiechi en una cumbre China-EE.UU. en Alaska: «Los negros están siendo exterminados en América, como dice Black Lives Matter. Esperamos que EE.UU. haga un esfuerzo por respetar mejor los derechos humanos».
El capitalismo woke es una amenaza nueva, desconcertante para quienes estamos convencidos de la superioridad moral y funcional del sistema de mercado. La solución no es, obviamente, renunciar al capitalismo (la alternativa es Venezuela, China o Rusia); sin embargo, esta última metamorfosis de la izquierda no es combatible con los clásicos mantras pro-mercado (Ramaswamy es claro en eso: «no basta con repetir una vez más las citas de Hayek o Reagan»). Pues esta vez no nos enfrentamos al socialismo, sino a una forma perversa de capitalismo. Los que creemos en el mercado debemos admitir que tenemos al enemigo metido en casa. Y empezar a buscar formas de expulsarlo.
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