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El Debate de las Ideas

Carta a un graduado católico

Discurso de graduación pronunciado por Sohrab Ahmari en el Thomas More College of Liberal Arts de Merrimack, New Hampshire

Discurso de graduación pronunciado por Sohrab Ahmari en el Thomas More College of Liberal Arts de Merrimack, New Hampshire, el sábado 13 de mayo de 2023, publicado en The American Conservative:

Querido amigo:

No podría alegrarme más por ti y, francamente, te envidio: haber pasado cuatro años inmerso en la tradición católica de las artes liberales; cuatro años leyendo los grandes libros en un orden coherente, de cerca, bajo la guía de profesores que aman esos libros y que te aman a ti, su alumno, ¡qué regalo debe haber sido!

Es un regalo que yo nunca tuve. O, mejor dicho, fue un regalo del que me privé. Como escribí en mis memorias Fuego y Agua, llegué a la universidad con dos creencias tan insensatas como firmemente arraigadas. La primera era la creencia de que ya lo sabía todo, o casi todo lo que había que saber, y que la universidad era una plataforma para transmitir mis opiniones (correctas) sobre asuntos relevantes. La segunda, que los libros más recientes son necesariamente mejores que los antiguos; que Platón y Aristóteles deben haber sido superados por la filosofía moderna, por Nietzsche y su progenie.

Mi impulso original había sido afirmar una libertad mental por encima y en contra de todo dogma y ortodoxia. Y, sin embargo, aquí estaba yo, esclavizado ahora a este grupito intelectual, luego a aquel otro, y al final, sin sentirme mucho más sabio que al principio. Por la gracia de Dios, en mi caso, el camino que empezaba en la cueva de Zaratustra terminaba en el Tabernáculo de la Iglesia del Oratorio de Londres.

Al recordar aquel periodo, como converso católico que intenta tomarse en serio la tradición intelectual de la Iglesia, veo que estaba aprendiendo de primera mano y con un coste personal bastante grande una lección transmitida por Chesterton, San John Henry Newman y Santo Tomás de Aquino (y sin duda también por otros sabios cristianos).

Es una idea paradójica: liberamos nuestras mentes precisamente cuando las encadenamos a una ortodoxia, a una tradición. O dicho de otro modo: los límites erigidos por la tradición en torno a la autonomía mental son fuentes de aventura y libertad; mientras que, a la inversa, la mente supuestamente libre, sin ataduras a nada sólido, está lista para la esclavitud.

Chesterton desarrolló esta idea con mayor profundidad en su libro Ortodoxia, en defensa de los dogmas y jerarquías del cristianismo histórico. Allí sostenía que las estructuras aparentemente anticuadas y restrictivas de la Iglesia católica, denostadas tanto por diversos «reformadores» cristianos como por los discípulos del liberalismo de los siglos XVIII y XIX, eran, de hecho, las garantes de la libertad y la creatividad humanas.

Escribió Chesterton: «Al definir su doctrina principal, la Iglesia no sólo mantuvo cosas aparentemente incoherentes una al lado de la otra (la mansedumbre de los monjes, la ferocidad de los cruzados), sino que, lo que es más, las permitió liberar una especie de violencia artística que de otro modo sólo sería posible para los anarquistas. La mansedumbre se hizo más dramática que la locura. El cristianismo histórico se elevó a un alto y extraño coup de théâtre de moralidad» ejemplificado, por ejemplo, por la autoflagelación de Enrique II.

No sólo estaban en juego las energías creativas de la Cristiandad y la necesidad de mantenerlas en un equilibrio razonable, sino la propia razón. Consciente de que tanto la razón como la fe se apoyan precariamente en estructuras fundadas en la autoridad, la Iglesia erigió «oscuras defensas» (es el término que empleó Chesterton) en torno al libre pensamiento, al tiempo que concedía a la razón un margen de maniobra más amplio del que jamás le concederían sus enemigos «ilustrados».

En el cristianismo histórico, el alcance de la razón era muy amplio: tocaba el infinito, de hecho. La Iglesia, después de todo, predicaba la Razón que estaba con Dios y que era Dios (cf. Juan 1:1). El posterior ataque contra la autoridad de la Iglesia, llevado a cabo en nombre de una razón ilimitada, redujo drásticamente el alcance de la contemplación humana. Después de esto, a los hombres sólo se les permitió contemplar lo que podían encontrar con sus sentidos y medir con sus instrumentos científicos, y la razón cayó en una perversa duda sobre sus propias capacidades. O como bromeó Chesterton: «Con un largo y sostenido estirón hemos intentado arrancarle la mitra al hombre; y le hemos arrancado su cabeza con ella».

Chesterton, por supuesto, atribuyó esta percepción a ese otro gran converso inglés, John Henry Newman. La gran batalla de la vida de Newman giró en torno a la definición de conciencia y a lo que realmente significa ejercer una conciencia libre. Su antagonista fue el gran estadista liberal victoriano William Gladstone, quien, en un panfleto superventas publicado tras el Concilio Vaticano I, había acusado a la Iglesia de esclavizar mentalmente a los católicos al obispo de Roma, un acto equivalente, según él, al «asesinato moral».

Recogiendo el guante en defensa de la Iglesia, Newman recordó a sus compatriotas que la definición de conciencia de Gladstone (la liberal, que decía que la conciencia es el derecho a decidir lo que uno quiere, sin que lo impidan autoridades externas como el papado) era una novedad peligrosa. La conciencia, más bien, era simplemente la ley moral universal «tal y como es aprehendida en las mentes de los hombres individuales». Si por conciencia se entendía la conciencia interior de una ley objetiva y universal arraigada en nuestra naturaleza, entonces Newman le concedería la más amplia libertad.

Mi hija de 3 años traiciona algunos nebulosos indicios de conciencia cuando le quita un juguete a su hermano y declara: «Es mío». Sabe que existe una ley no escrita sobre la propiedad en el país de los niños pequeños. Su madre, al mandarla castigada, le ayuda a comprender que hay otras leyes, como «Comparte y juega bien». De este modo, la autoridad forma la conciencia. Así, las dos son aliadas a las que hay que consultar codo con codo, en lugar de contraponerse como enemigas. Y, en efecto, la autoridad protege la verdadera conciencia en la medida en que refleja una ley universal.

Hay un gran realismo en este relato sobre la mente y la autoridad. El ideal liberal del libre pensamiento absoluto, sostenía Newman, era un espejismo. Una u otra ortodoxia se enseñorearía inevitablemente de nuestras sociedades y, del mismo modo, una u otra autoridad exigiría inevitablemente nuestra obediencia. Tendremos suerte si esa autoridad es como el papado, que reverencia la verdadera conciencia, en vez de un mercachifle que intenta ganar dinero, un demagogo que busca nuestro voto o un burócrata que intenta engañar a nuestros hijos contra toda evidencia científica y sentido común.

Por último, está el más grande de los tres, Santo Tomás de Aquino. El pensador alemán Josef Pieper escribió de Santo Tomás que su obediencia a la Iglesia era la fuente de su libertad filosófica. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, el Aquinate fue capaz de acercarse a un Aristóteles, a un Maimónides o a un Ibn Rushd con una fría cabeza analítica, sin sucumbir ni a la revulsión histriónica del fundamentalista, que retrocedía ante la admisión de cualquier grado de conocimiento pagano o bárbaro, ni al tipo de culto a Aristóteles característico de los averroístas latinos y otros racionalistas obsesionados de la época.

Pieper observó: «Esta misma aceptación de una autoridad absolutamente válida y de una tradición absolutamente válida, esta misma restricción, permite la libertad y una actitud imparcial hacia todas las demás 'tradiciones' y autoridades históricamente con las que nos podamos encontrar». En Tomás, Aristóteles sería llamado con admiración «El Filósofo», pero no sería venerado como un semidiós.

Hoy podríamos sustituir los nombres de Aristóteles y Averroes por los de Karl Marx o Michel Foucault o incluso, me atrevería a decir, James Madison. Desde una visión católica, ninguno de estos nombres se impone de forma absoluta, porque ahí está la autoridad absoluta de la Iglesia. Pero eso implica que podemos, fríamente y con ecuanimidad (y siempre que tomemos firmes precauciones contra la idolatría) saquear a estos egipcios.

Podemos admirar el genio estadista de los Padres Fundadores de los Estados Unidos sin caer en el tipo de culto a los Fundadores que equipara el Federalista nº 10 casi con una sagrada escritura.

O podemos rechazar el historicismo radical de Marx (que de alguna manera eximió al propio marxismo de sus rigores) y aun así, aprender de él como supremo diagnosticador de la sociedad de mercado sin límites y cómo ésta tiende a generar un mundo en el que ¡todo lo que era sólido se esfuma en el aire».

O podríamos, con razón, poner los ojos en blanco al ver cómo Foucault rechaza cualquier elemento esencial e inmutable en la naturaleza humana, atribuyendo casi todo a causas estructurales, y aún así ver que, sí, algunas de nuestras crisis actuales tienen causas estructurales, lo que significa que nosotros, como cristianos y como estadounidenses, podemos abordarlas alterando las estructuras que hemos construido.

Esta es la gran aventura para la que vuestra rica educación liberal os ha preparado. De hecho, ésta es vuestra tarea. Y Dios sabe que necesitamos vuestro empeño. Vivimos en una época en la que los diversos desarrollos económicos, tecnológicos y morales son absolutizados y se tratan como el resultado inevitable de procesos naturales. Pero vosotros estáis en comunión literal con el Absoluto. Y, por tanto, podéis relativizar lo que merece ser relativizado. Y habéis bebido profundamente de las fuentes de la tradición clásica y cristiana, por lo que tenéis alguna idea de lo que es realmente natural y esencial, como la definición de hombre y mujer, y de lo que es contingente.

Vosotros, como ciudadanos cristianos, podéis decir con confianza que no, que el mercado y la tecnología no son, de hecho, «naturales», sino herramientas e instituciones humanas, sujetas a nuestra decisión política, a la elección política, sujetas a los imperativos de la justicia y a otros bienes comunes. Estar vinculados a la tradición os ha hecho libres. La ortodoxia os ha preparado para una política auténticamente emancipadora. Y tenéis, por supuesto, las oraciones de los santos en el cielo, sobre todo de los santos Tomás y John Henry Newman. Y G.K. Chesterton, dondequiera que esté, sin duda os desea lo mejor.

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