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05 de mayo de 2024

El escritor húngaro Péter Esterházy, en una imagen fechada en junio de 2011

El escritor húngaro Péter Esterházy, en una imagen fechada en junio de 2011EFE

El Debate de las Ideas

El secreto de un padre

Con el libro casi terminado, Esterházy decide consultar su expediente policial, es decir, el fichero que la policía política de la Hungría comunista tenía sobre su familia

A Péter Esterházy (1950-2016) le cupo el terrible destino de descubrir el atroz secreto de su padre. Autor reconocido internacionalmente, nacido en una de las familias más antiguas y nobles de Hungría, nuestro autor había concluido casi por completo su monumental «Armonías celestiales» (2003, Galaxia Gutenberg), la historia de su país vista a través de los ojos de su linaje. En toda la obra, se entrelaza la suerte de los Esterházy con el destino de la nación centroeuropea. De los Cárpatos a Transdanubia, su nombre simboliza siglos de historia. «Armonía celestial» es también un monumento a la memoria de su padre.
Ni siquiera un guionista podría haber concebido esta escena. Con el libro casi terminado, Esterházy decide consultar su expediente policial, es decir, el fichero que la policía política de la Hungría comunista tenía sobre su familia. Ahí, entre las notas que resumían años de seguimientos y observaciones, reconoció la letra manuscrita de su padre. Era hijo de un confidente policial, un delator, un espía.
No debe de haber muchos hijos que puedan sobrevivir a un descubrimiento como éste. Nuestro escritor lo hizo y, para ello, escribió otro libro que complementa «Armonías celestiales». Me refiero a «Versión corregida» (2005, Galaxia Gutenberg). Aquí Esterházy va dando cuenta de todo lo que ese expediente ilumina de la vida oculta de su padre, alias «Czanádi». Las visitas extrañas, los silencios, la desaparición misteriosa de la que el padre, su «papaíto» volvió transformado en otro hombre.
Los expedientes policiales secretos merecen ser un género literario por derecho propio. Vitali Shentalinski (1939-2018) aprovechó los años de la transparencia –la célebre glasnost– para adentrarse en los ficheros de la Cheka, la OGPU, el NKVD y el KGB –en realidad, la misma policía política– y revelar al mundo la persecución contra los intelectuales en la Unión Soviética. Los tres volúmenes de su obra –«Esclavos de la libertad», «Denuncia contra Sócrates» y «Crimen sin castigo»– sintetizan el sufrimiento de un pueblo, el ruso, y de los demás pueblos que sufrieron las dictaduras comunistas. Isaac Bábel (1894-1940), el judío de Odesa que combatió bajo las órdenes de Budionny y contó sus vivencias en «Caballería Roja», pide que se le escuche. No puede ser inocente, le dicen sus interrogadores, si ha resultado detenido. Vsevolod Meyerhold (1874-1940), el gran dramaturgo, golpeado sin piedad una y otra vez sobre los hematomas de las palizas anteriores. Kolymá como síntesis del horror de los campos, ese símbolo del siglo XX, nuestro siglo. La delación, en fin, dirá Shentalinski, resultar ser un «género del realismo socialista».
Timothy Garton Ash, célebre historiador oxoniense, emprende un camino parecido al de Esterházy. En 1992, muchos años después de haber vivido tres años en la República Democrática Alemana como joven licenciado, cuando todo aquello parece muy lejano, decide consultar los archivos de la Stasi –de nuevo la policía política– para ver si había algo sobre él. El resultado es estremecedor: no sólo lo conocían las autoridades, sino que le habían puesto un nombre en clave. Lo llamaban «Romeo». Tres años de seguimientos, observaciones e interceptaciones. Tres años rodeado de informadores, espías, delatores, confidentes, agentes y policías secretos. Aquellos que él creía amigos y colegas adquirían, años después, un rostro nuevo. Contó su historia en «El expediente».
En 1999, menos de diez años después de la destrucción de la URSS, se publica en España una colección de textos de Alexander Solzhenitsyn (1918-2008) físico, disidente y autor de «Archipiélago Gulag». Titulada «El colapso de Rusia», incluye una crónica de sus viajes por el país al poco de hundirse la «patria de los trabajadores». Alguien le pregunta en Iskitim, no lejos de Novosibirsk, en el corazón de Siberia, «¿cuántas veces nos han mentido?», «¿en nombre de qué se lleva a cabo todo esto?». La respuesta, de algún modo, resume el terror de la modernidad y, en particular, la devastación del ciclo inaugurado con las revoluciones desde 1789. Todo parecía lícito con tal de liberar a la humanidad, al proletariado, al ser humano, en fin, de las cadenas que lo oprimen. El Marx del Manifiesto Comunista (1848) cierra su panfleto –el término no es despectivo, sino que designa un texto de combate– con unas palabras premonitorias: «Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar». Frente a la liberación del género humano, de «los nadas de hoy» que «todo han de ser», la dignidad del ser humano devenía un detalle accidental o un molesto obstáculo que debía ser removido a golpe de porra, celda y bala. En aras de ese noble objetivo, el padre se convierte en delator, el amigo en espía, el compañero en traidor. Ya lo contó Koestler (1905-1983), que además lo vivió en primera persona. El último servicio a la revolución es admitir la condena siendo inocente. La justicia universal alcanzada a base de injusticias concretas.
Sólo el arte permite atisbar la destrucción moral que el comunismo acarrea. Sólo a la sombra de la Cruz, y sólo de modo indirecto, puede escucharse el silencio de los campos de concentración. Es la única forma de soportar el olor de las celdas como las de la cárcel de Patarei, en Tallin, que pude visitar casi en solitario una tarde-noche de otoño. No hay otra manera de soportar la lectura de esas líneas, escritas por un padre derrumbado, que convertirlas en literatura.
Ana Ájmatova (1889-1966) lo sabía. Leamos el breve texto que abre «Requiem», ese monumento a la dignidad, el dolor y la supervivencia:
«Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los siniestros años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer –los labios morados de frío– que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba solo en susurro):
–¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
–Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro».
Desde la profundidad del siglo XX, cobra un hondo sentido la misteriosa cita de Dostoyevski (1821-1881)en «El idiota»: «la belleza salvará el mundo».
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