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Fernando Bonete Vizcaino
Fernando Bonete Vizcaino
Anecdotario de escritores

Asimov y la tienda de caramelos

Asimov trabajó dieciséis años en la tienda de caramelos de sus padres. La tienda le quitó las relaciones sociales y las extraescolares, pero le dio un horario de trabajo y muchas lecturas

Actualizada 04:30

Isaac Asimov

Isaac Asimov

Todos los grandes lectores tienen su momento fundacional. Para unos es una epifanía, un auténtico acontecimiento revelador. Para otros, una coyuntura impuesta por la vida misma. Para todos se forja en ese momento su compromiso imperecedero con la lectura. Isaac Asimov, uno de los escritores más influyentes y conocidos de la ciencia ficción –sin ser la ciencia ficción el género que más publicó– se hizo lector en una tienda de caramelos.

Una tienda de caramelos en la que pasó dieciséis años de su vida, hasta que le relevó su hermano. Una tienda de caramelos que abría desde las seis de la mañana hasta la una de la madrugada. Una tienda de caramelos que fue el único recurso familiar para superar la Gran Depresión.

La tienda de caramelos le quitó las relaciones sociales y las actividades extracurriculares, pero a cambio le dio dos cosas. Primero, un horario de trabajo puntual y severo, que mantuvo toda su carrera –fama mediante– y le permitió alcanzar el extraordinario ritmo de escritura que tiene como resultado la publicación de casi quinientos libros en vida. Segundo, una excusa para leer.

En las horas de espera, entre cliente y cliente, una vez obtenido el permiso paterno y cuidando de cada volumen para no malograr su posterior venta, asaltó las estanterías de folletines de la tienda. Los relatos populares, la literatura pulp de superhéroes, de detectives, el wéstern, la ciencia ficción; material de ínfima calidad, con tramas repletas de clichés y personajes construidos a partir de estereotipos, pero fáciles de leer, muy entretenidos; iniciadores de la genealogía del entretenimiento que después llevó al cómic, y después a la televisión, y terminó en las pantallas de los móviles –vamos cada vez a menos–. Estas fueron las lecturas que atraparon al niño y joven Asimov en otros mundos, y en la costumbre de pasar páginas para recorrerlos; quizá también crearlos –Aurora, Solaria, Trántor–.

Combinó estas lecturas con otras más serias en sus visitas a la biblioteca pública. Igual se le podía encontrar leyendo a Walter B. Gibson que a Shakespeare. Leía de todo, pero siempre gratis, de prestado. En casa no había para libros. Pero como Asimov quería tener biblioteca propia –la estantería repleta, el placer del bibliótafo– y libros de terceros no tenía para nutrirla, los tuvo que escribir él mismo.

Si la lectura de los folletines conformó su prosa directa y sin pretensiones, de su aprecio por las lecturas más elevadas extrajo la enorme cantidad de conocimiento que su prodigiosa memoria, en tándem con su talento innato, encauzaron hacia el terreno de la divulgación –la no ficción conforma el grueso de su obra publicada–. Apenas dejó algún tema de los contemplados en los sistemas de clasificación de las bibliotecas sin tocar. Fue un humanista, mucho más que un escritor.

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