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17 de mayo de 2024

Carlos I de Austria

Carlos I de AustriaWikipedia

El Debate de las Ideas

En la muerte del emperador Carlos

Con motivo de la exposición Otto de Habsburgo: vida y herencia, organizada por el instituto de Estudios Históricos del CEU y la Fundación Otto de Habsburgo que se inaugura el próximo lunes 2 de octubre, dedicamos El Debate de las Ideas a glosar su obra y figura

La mañana del 1 de abril de 1922 era clara y soleada en la isla lusoafricana de Madeira. A los niños nos habían mandado temprano al jardín tropical rebosante de flores de la Quinta do Monte. Muy abajo, más allá de la ciudad de Funchal, resplandecía el océano Atlántico, y detrás de nosotros los oscuros picos volcánicos del Toreiro de Luta se alzaban hacia el cielo azul intenso. Recuerdo las hermosas camelias de color rojo y blanco caídas de los árboles que, a falta del invierno de nuestro hogar, utilizábamos como proyectiles en una batalla de bolas de nieve. Sin embargo, la alegría del juego no era completa. Hacía días que nuestro padre yacía gravemente enfermo en la habitación delantera de la planta baja de la casa. Pero nadie nos había informado de la gravedad de su estado. Al ser el mayor de los siete, yo sabía algo más; varias noches atrás me habían sacado de la cama para que estuviera presente cuando el sacerdote le administrara la extremaunción.
Poco antes de las nueve de ese 1 de abril, mi madre salió al jardín. Llevaba un ligero vestido rosa. Aquella fue la última vez que la vi de color. Me llevó con ella. Al principio no me explicó el motivo; luego, cuando nos acercábamos a la casa y mis hermanos no podían oírla, me dijo que mi padre me había hecho llamar para que fuera testigo del regreso de un cristiano a su Creador.
Durante tres horas, desde las nueve hasta las doce, presencié su agonía. Pasé casi todo el tiempo arrodillado a la izquierda de su cama, a cuyos pies se encontraba el Santísimo. No fue una lucha fácil contra la muerte. Mi padre era joven y fuerte, y su naturaleza resistía tenazmente a la destructiva enfermedad, a la lenta muerte por asfixia. Y, aun así, la visión de aquel final no fue aterradora; a pesar de lo mucho que seguía sufriendo el cuerpo, el espíritu estaba tranquilo. Pocas horas antes, en una especie de resumen de su vida, había pronunciado estas palabras: «Mi empeño ha sido siempre conocer la voluntad de Dios y seguirla, y hacerlo de la manera más perfecta». Su tarea quedaba, pues, cumplida. A pesar de su dolor físico y de nuestra conmoción espiritual, su final fue una transición en paz a un mundo mejor.
Cuando mi padre murió, yo tenía nueve años. Desde mi primera infancia había estado estrechamente unido a él, y él me había hablado mucho, sobre todo durante las últimas semanas en Madeira. Así adquirí una visión, aunque infantil, de una vida llena como pocas de reveses y decepciones, una existencia que, desde un punto de vista humano, puede considerarse fracasada. Quiso la paz y tuvo que hacer la guerra; buscó la unidad y tuvo que presenciar, desde un puesto de responsabilidad, la destrucción de un imperio multiétnico. Muchos amigos le volvieron la espalda, e incluso le traicionaron.
Y, sin embargo, las tres horas en la habitación donde murió en la Quinta do Monte me enseñaron que la vida de mi padre no había sido desgraciada. Cuando lo vi en su último día –a la hora de la verdad, como lo llaman los españoles– supe que su vida había sido afortunada. Ante la muerte no cabe el engañarse a uno mismo. Nos quedamos solos, y los logros terrenales ya no cuentan. Cuando nos encontramos con el Creador, lo único que vale ante él es el cumplimiento del deber y la buena voluntad. Dios no pide a los hombres que le hagan una relación de sus victorias. El éxito lo otorga Él. Solo espera que demos los mejor de nosotros.
Esta enseñanza ha seguido siendo, como mi padre quiso, la experiencia más valiosa para mi vida posterior. Su muerte me mostró que, mientras la conciencia esté tranquila, no puede haber verdadero fracaso. Y este es, al fin y al cabo, el único secreto real de la felicidad, también en la Tierra.
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