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18 de mayo de 2024

Marcel Proust, William Faulkner y James Joyce

Marcel Proust, William Faulkner y James JoyceGTRES

¿Cuál es la frase más larga de la historia de la literatura?

Es difícil saberlo por la casi infinita variedad de autores y de libros a los que es imposible llegar, pero podemos acercarnos a algunos de ellos

Dicen que la frase más larga (sin puntos, se entiende) escrita jamás fue obra de Marcel Proust, el autor cuya obra cumbre rechazaron numerosas y contundentes veces los editores de su época antes de ser publicada. El más famoso de todos estos rechazos, y quizá el más famoso de la literatura fue el de André Gidé como editor de la Nouvelle Reveu de France (NFR). La carta de arrepentimiento que este le envió a Proust después es el mejor relato de lo que sucedió:
«Enero de 1914
Mi querido Proust:
Desde hace varios días no abandono su libro; me lleno de él con deleite, me sumerjo en sus páginas. ¡Ay de mí! ¿Por qué me resulta tan doloroso amarlo tanto?... Haber rechazado este libro quedará para siempre como el más grave error de la NFR, y (como tengo la vergüenza de ser en gran parte el responsable de esto) una de las tristezas, de los remordimientos más dolorosos de mi vida. Me parece, con toda probabilidad, que en esto se advierte la presencia de un destino implacable, ya que es una explicación de veras insuficiente de mi error decir que me había hecho de usted una imagen después de unos pocos encuentros «en sociedad», que se remontan a hace casi veinte años. Para mí, usted seguía siendo ese tal que frecuenta asiduamente a las señoras X... y Z..., ese que escribe en Le Figaro... Lo creía -¿se lo debo confesar?- «uno del grupo de los Verdurin.
Un esnob, un mundano diletante, lo más molesto que pudiera haber para nuestra revista. Y el gesto, que hoy entiendo tan bien, de ofrecerse a ayudarnos a publicar el libro, que habría sido para mí fascinante si lo hubiera comprendido bien, no ha hecho más que confirmar, ay, mi radical error. No tuve a disposición sino uno de los cuadernos de su libro, el cual abrí con mano distraída, y la mala suerte quiso que mi atención cayera de inmediato en la taza de manzanilla de la página 62, para luego resbalarme, en la página 64, en la frase (la única del libro que no logro de verdad explicarme hasta ahora, ya que no soy capaz de esperar a terminarlo del todo antes de escribirle) que se refiere a una frente de la que se transparentan las vértebras. Y ahora no me basta con amar este libro, percibo que siento por él y por usted mismo una especie de afecto, de admiración, de predilección singulares.
No puedo seguir... Tengo demasiados remordimientos, demasiados dolores -y sobre todo si pienso que quizá mi absurdo rechazo pudo haber tenido consecuencias para usted, que lo habrá hecho sufrir, y que hoy yo merezco ser juzgado por usted, injustamente, tal como yo lo había juzgado a usted. No me lo perdonaré jamás, y es sólo para aliviar en algo mi dolor que me confieso ante usted esta mañana, suplicándole que sea indulgente conmigo, más indulgente de lo que yo mismo no consigo ser.
André Gide.»
Aparte de los prejuicios sobre el autor, fue el estilo, las frases larguísimas del artífice de los siete tomos de En Busca del Tiempo Perdido, llenas de digresiones y subordinadas, lo que llevó a Gidé, y a tantos otros, a desechar una obra magna que en su volumen La prisionera, incluye la citada y supuesta frase más larga de la literatura:
«Sofá surgido del sueño entre los sillones nuevos y muy reales, unas sillas pequeñas tapizadas de seda rosa, tapete brochado a juego elevado a la dignidad de persona desde el momento en que, como una persona, tenía un pasado, una memoria, conservando en la sombra fría del salón del Quai Conti el halo de los rayos de sol que entraban por las ventanas de la Rue Motalivet (a la hora que él conocía tan bien como la propia madame Verdurin) y por las encristaladas puertas de La Raspèliere, adonde la habían llevado y desde donde miraba todo el día, más allá del florido jardín, el profundo valle de la * mientras llegaba la hora de que Cottard y el violinista jugaran su partida; ramo de violetas y de pensamientos al pastel, regalo de un gran artista amigo ya muerto, único fragmento superviviente de una vida desaparecida sin dejar huella, resumen de un gran talento y de una larga amistad, recuerdo de su mirada atenta y dulce, de su bella mano llena y triste cuando pintaba; un arsenal bonito, desorden de los regalos de los fieles que siguió por doquier a la dueña de la casa y que acabó por adquirir la marca y la fijeza de un rasgo de carácter, de una línea del destino; profusión de ramos de flores, de cajas de bombones que, aquí como allí, sistematizaba su expansión con arreglo a un modo de floración idéntico: curiosa interpolación de los objetos singulares y superfluos que aún parecen salir de la caja en la que fueron ofrecidos y que siguen siendo toda la vida lo que en su origen fueron, regalos de Año Nuevo; en fin, todos esos objetos que no sabríamos diferenciar de los demás, pero que para Brichot, veterano de las fiestas de los Verdurin, tenían esa pátina, ese aterciopelado de las cosas a las que añade su doble espiritual, dándoles así una especie de profundidad; todo esto, disperso, hacía cantar para él, como teclas sonoras que despertaran en su corazón semejanzas amadas, reminiscencias confusas y que en el salón mismo, muy actual, donde ponían su toque acá y allá, definían, delimitaban muebles y tapices, como lo hace en un día claro un cuadrado de sol seccionando la atmósfera, los tapices, y de un cojín a un jarrón, de un taburete al rastro de un perfume, perseguían con un modo de iluminación en el que predominaban los colores, esculpían, evocaban, espiritualizaban, daban vida a una forma que era como la figura ideal, inmanente en sus viviendas sucesivas, del salón de los Verdurin».
Esta es la frase «oficial» más larga jamás escrita en una novela, pero las dudas sobre este récord se tienen en el mismo Proust. Una de Sodoma y Gomorra (otro volumen de En Busca del tiempo perdido) y una más de Contra Sainte-Beuve, son, sin duda, más extensas, siempre y cuando no se tenga en cuenta que el punto y coma no termina la frase.
El caso es que, a pesar de todo, el Libro Guinness de los récords no incluyó ninguna de estas tres frases, sino una que escribió William Faulkner (también conocido por sus bosques de subordinadas en los que es mucho más que fácil perderse antes de ni siquiera acercase al final) en su novela Absalom, Absalom!, de más de 1.800 palabras y cuatro páginas completas que a buen seguro electrizaron (además de aburrirle) a su opuesto en estas cuestiones del fraseo: Ernest Hemingway.
Un contemporáneo de ambos, el irlandés universal James Joyce, rompe la dudosa plusmarca confirmada por los responsables del Guinness (precisamente del Guinness), que nunca debieron leer Ulises, ni mucho menos alcanzar el último capítulo (más de 40 páginas) donde no aparece ningún signo de puntuación, a pesar de lo cual más de uno es posible que considere que esa lectura sin descanso se divide en frases presuntas que no las hay en toda la novela completa de Camilo José Cela, Cristo Versus Arizona, ni tampoco en la del polaco Jerzy Andrzejewski, Las puertas del paraíso.
Dos libros cuyas marcas de longitud no alcanzan a superar, pese a las apariencias, las marcas de profundidad de Proust, el autor que dedicó las sesenta primeras páginas de su obra mayor a narrar sus pensamientos mientras da vueltas en la cama, incapaz de dormirse, justo antes de tener la epifanía de la famosa magdalena, que dispara los recuerdos y las frases interminables y únicas que sirven para encontrar el mundo perdido.
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