Aunque no nos demos cuenta, en cierto sentido seguimos hablando la lengua de Aristóteles y Platón
El griego, ese idioma que hablamos a diario sin darnos cuenta
Su alfabeto comparte origen con el nuestro, su modo de pronunciarse apenas contiene diferencias, y nos deja una cantidad enorme de palabras
En inglés, la expresión equivalente para decir «me suena a chino» es «me suena a griego».
Y para muchos hispanoparlantes, el griego se antoja como un idioma raro, a pesar de que su fonética (foné es «sonido, voz») es idéntica a la castellana, en especial en el sonido jota (o kh) y sus vocales (excepto la «y» antigua, que debía de sonar como la «u» francesa).
Y a pesar de que, sin saberlo, lo hablamos a diario. No sólo por una larga cantidad de cultismos –desde telescopio («el que mira lejos») hasta gasterópodo («el que tiene el vientre en el pie»)–, sino por vocablos mucho más comunes, como palabra –de parabolé «explicación, comparación, proverbio», que da también parábola en el sentido de «narración», como las de Jesús– o cara –de cara «cabeza, rostro, parte prominente», que da lugar también a careo, caradura, careta, descaro, encarar.
Nos calzamos con sandalias (es lo que significa sandálion), bebemos zumo (zomós se puede traducir como «salsa» o «caldo»), manejamos máquinas o aparatos mecánicos (mekhané es un artefacto, como los que tienen partes móviles y engranajes), vemos o elaboramos programas (prógramma es lo «escrito con antelación, orden del día»).
Y nos duchamos con una esponja (en griego spongós o spongiá). Porque cuidamos de nuestra higiene (hygíeia «salud»).
Es cierto que empleamos palabras de origen griego para dar una impresión de mayor prestigio; por eso algunos dentistas prefieren llamarse odontólogos (odont- es la raíz griega idéntica a la latina dent- «diente»), y muchos especialistas médicos optan por denominarse oftalmólogos en vez de oculistas (ofthalmós es «ojo» en griego, lo mismo que oculus en latín).
Pero el griego se cuela en todas las áreas o zonas (zone es un ceñidor de la cintura, o una faja), empezando por las horas (hora es «momento, ocasión, periodo del día») y siguiendo por la fantasía (fantasía es la mera apariencia de la imagen, algo muy similar al fantasma, que es una ilusión, un ensueño, un especto).
De fantasía el nombre de una marca de bebidas que gustaba mucho a Ratzinger: Fanta. Al lugar donde guardamos los libros lo llamamos biblioteca –«depósito de libros», igual que discoteca es almacén de discos, hemeroteca es depósito de diarios (hemera es día, y de aquí efímero «lo que apenas dura un día»), e igual que bodega y botica son, sin más, almacenes–, y el sitio donde aprendemos es un aula (originalmente, aulé era el patio de la casa, y luego una estancia amplia). Y al aparato que lee las horas lo llamamos horologion, o, en su forma moderna, tanto reloj como rolex.
Hay campos donde lo más técnico (de tekhné «oficio, habilidad, ciencia práctica») convive con lo más cotidiano, como la medicina: por eso hablamos de laringe (de lárynx «garganta») y de hemorragia (haimorraghía «flujo de sangre»).
La cantidad de palabras en esta área es inmensa: desde tráquea («[conducto] escabroso») hasta encefalograma («dibujo del interior de la cabeza»), leucemia («[enfermedad de los glóbulos] blancos») o analgésico («sin dolor»).
Casi todas las ciencias tienen un nombre procedente del idioma de Aristóteles y Platón: filología («amor a las palabras»), historia («indagación, investigación»), física («esencia de las cosas»), geografía («dibujo de la tierra, mapa»).
Algunos términos los hemos inventado en época moderna, como astronauta («navegante de las estrellas») y otros ya los acuñaron los antiguos, como filantropía («amor al género humano»), misantropía («aversión al género humano»), misógino («el que odia a las mujeres»).
Para nombrar muchos elementos químicos (khymeía es la mezcolanza de líquidos, un brebaje), hemos echado mano del griego: oxígeno («que produce acidez»; oxýs en griego significa «agudo, agrio» y oxos es «vinagre»), cloro (khlorós significa «verde, verde amarillento», de aquí cloroformo, clorofila), nitrógeno («que produce nitro o natrón»), helio (helios es «sol», puesto que un alto porcentaje del Sol se compone de este gas; se estima que la mitad de su núcleo es helio), hidrógeno («que da lugar al agua», pues dos de los tres átomos del agua, hýdor en griego, son de este gas), argón («inactivo, sin actividad»).
Este último nombre es interesante; procede una raíz indoeuropea que deja en inglés work y, a través del griego ergon, palabras como energía («lo que lleva dentro trabajo, actividad, vigor») o energúmeno («poseído por la energía»).
La misma partícula privativa a- se encuentra en átomo («sin división»), palabra de idéntica raíz que, precisamente, tomo («porción, volumen, parte, división»). Por cierto, el que trabaja la tierra (gea) es un georgós, de aquí Jorge.
El griego es un idioma al que recurrimos incluso aunque seamos lo más postmodernos posible, como los woke cuando hablan de cisnormatividad; la raíz cist- (como en cistitis) proviene del vocablo griego kystis, que designa a la vejiga, pero que también se usaba para referirse a la parte exterior de la uretra femenina o sus genitales.
Es imposible charlar un poco sin decir democracia («el poder del pueblo») –porque del griego dêmos «pueblo» también tenemos demografía, demagogia, endémico, pandemia– armonía (harmonía significa «ensamblaje, armazón, acuerdo, concordia, orden») o cualquier término derivado de arkhé («principio, autoridad»), como arquitecto, arcaico, jerarquía, monarquía, anarquía, arcipreste, arzobispo, archiconocido.
Nos asombramos ante los ídolos (eídolon es imagen, simulacro, estatua, figura) y los mitos (el mythos es, en sentido estricto, una narración). Nos gusta comer pulpo (el polýpus es el que tiene muchos pies, y de la misma raíz tenemos pólipo; los ingleses prefieren decir octopus «ocho pies») y también atún (thýnnos en griego).
Si se nos muere alguien, acudimos a un tanatorio (thánatos es «muerte») y lo enterramos en un cementerio (el koimeterion es un «dormitorio»), porque los muertos en Cristo duermen en espera de la resurrección.
El propio nombre de Cristo («ungido», y de la misma raíz, crisma) es griego, como su Iglesia (ekklesía es «asamblea, comunidad, congregación») y todo lo eclesial y eclesiástico, por ejemplo, la Biblia («libros»), el Evangelio («buen anuncio»), el bautismo (el baptismós es «baño, inmersión»), los apóstoles («enviados, comisionados») y los obispos (el epíscopos es el «guardián», el que «echa un vistazo, mira por encima»; recordemos lo que significa telescopio).
De la palabra que significa «dios» (theós) tenemos teocéntrico, teología, teocracia, teodicea, ateo.
A un feto lo llamamos casi igual que en griego, porque el émbryon es «lo que brota dentro». De hippos «caballo», tenemos hípica, hipódromo («carrera de caballos»), Felipe («amigo de los caballos»), e hipopótamo («caballo de río»), pero no hipotenusa, hipotermia o hipoteca, que proceden de hypó, idéntico al latino sub y que indica lo que está debajo.
Muchas preposiciones griegas nutren nuestro glosario (glossa es «lengua» en sentido de «idioma» y también de «músculo bucal»), como katá, de la cual, en su sentido distributivo, tenemos cada; porque katà düo significaba «de dos en dos, cada dos».
Es una preposición, con matices variados, que nos deja un buen número de palabras: desde catástrofe («echar abajo, arruinar») a hasta catastro («línea a línea»).
Es un procedimiento de construcción verbal que hemos heredado de los griegos: de hodós («camino, manera») tenemos método, periodo, éxodo. De la misma raíz que el mencionado término hemorragia –nos referimos al verbo réo «fluir, discurrir, manar»– encontramos reuma, verborrea, diarrea.
El venero es inagotable: de kýklos («círculo»), obtenemos ciclo, cíclico, enciclopedia, ciclista, motocicleta. De métron («medida»), metro, metropolitano, centímetro, metraje, velocímetro.
De odé, oidé («canto, himno»), oda, comedia, tragedia, parodia. Porque poesía, poema, musa, museo, música también son palabras griegas. Lo mismo que tono («cuerda, modo, ritmo») y sus derivados, e incluso cabría añadir náusea y náutico, calcos latinos que vienen de naus («nave, barco, navío»).
Ciudades como Rosas y Ampurias (emporion es un mercado, un enclave comercial) son de matriz helénica. E incluso la confusión entre eco o ecografía (del griego ekhó «ruino, sonido, reverberación») y las palabras que nacen de la raíz eco- (en latín oeco-), del verbo oikeo («habitar»), como economía, ecológico, ecosistema, ecuménico.
Y, aunque la etimología («sentido auténtico de una palabra»), es discutida, no terminemos sin la propina (propino es «beber a la salud, dar a beber»), que comparte raíz con simposio («beber en compañía»).