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Glorificación de San Juan de la Cruz, de Vicente Berdusán

Glorificación de San Juan de la Cruz, de Vicente BerdusánCarmelitas descalzos en Tudela

El Debate de las Ideas

La máxima concentración de belleza

En una primera aproximación, Noche oscura puede leerse como el relato erótico, carnal, de la fusión completa de dos seres que se aman

En algún momento tras su experiencia de cautiverio en la celda de un convento de Toledo, donde permaneció recluido durante nueve meses sufriendo las más terribles humillaciones que se encargaban de infligirle sus mismos compañeros de orden, San Juan de la Cruz escribe uno de los poemas más asombrosos de la literatura universal. Lo titula Noche oscura del alma y para su composición elige la lira, una estrofa de procedencia italiana que un tiempo antes había sido introducida en España por su admirado Garcilaso de la Vega.

La lira es una estrofa de tan sólo cinco versos en la que se combinan, siguiendo un patrón regular (aBabB), versos heptasílabos y endecasílabos. Noche oscura del alma consta de ocho liras, lo que hace un total de cuarenta versos. Se puede considerar, pues, un poema breve. Su contenido se desarrolla a partir del instante en que una muchacha sale de su casa en mitad de la noche para ir al encuentro de su amado. Cuando dicho encuentro acontece, en plena naturaleza, en el bucólico marco de un claro del bosque, se consuma la unión íntima de los amantes y el poema pasa a centrarse en la descripción del estado interior de la amada, que se confiesa colmada de una dicha plena.

En una primera aproximación, Noche oscura puede leerse como el relato erótico, carnal, de la fusión completa de dos seres que se aman. No obstante, sabemos que se trata de un texto alegórico. Acogiéndose a la tradición bíblica del Cantar de los cantares, atribuido a Salomón, San Juan de la Cruz escoge los términos propios del amor humano para intentar un acercamiento significativo a una experiencia personal, de suyo incomunicable: la unión del alma con Dios.

He ahí la encrucijada ante la que el místico se sitúa. Tras el advenimiento del éxtasis contemplativo (advenimiento es el término más adecuado, pues no hay intervención de la voluntad personal en el origen de un suceso que se manifiesta como disfrute de un don gratuito), ¿cómo dar testimonio de una vivencia que, por su propia naturaleza, desafía los límites del lenguaje? Es éste el motivo por el que muchos místicos, muy probablemente la mayoría de ellos, deciden guardar silencio. Comprenden que dar razón del gozo de una experiencia que, mientras la viven, sólo desean que no acabe nunca, sobrepasa su capacidad de expresión. Pero existen excepciones a este mutismo deliberado. Y entre las excepciones hay quienes, como San Juan de la Cruz, al haber sido bendecidos por la gracia de la palabra inspirada, nos han legado creaciones de una belleza insólita.

Noche oscura del alma es un poema perfecto en su concepción y en su forma. Su brevedad no es obstáculo para que en el desarrollo de la peripecia que describe se produzca la traslación a términos humanamente inteligibles de las tres fases sucesivas por las que debe atravesar el alma en su camino hacia el encuentro con el Amado. Así, las dos primeras estrofas, centradas en el instante de la noche en que la muchacha sale de su casa, se corresponden con la vía purgativa, es decir, con el esfuerzo de purificación ascética mediante el cual el alma, en lucha contra sus inclinaciones mundanas, se limpia de impurezas, templa sus pasiones y queda finalmente en un estado de espera vigilante. Tal estado abre la puerta a la siguiente vía, la iluminativa, de la que todavía Dios permanece ausente, pero donde al alma ya le es dado intuir su presencia como una posibilidad cercana y gozosa.

Sólo el místico alcanza la última fase de este itinerario ascendente, la denominada, por motivos obvios, vía unitiva. Por razones que a él mismo se le escapan, Dios lo escoge para manifestarle, en esa incierta demarcación donde tiempo y eternidad se confunden, todo el desbordante esplendor de su realidad amorosa. En medio de la oscuridad más absoluta (de ahí el título del poema), y en el silencio de un movimiento espiritual del que, por su misma índole, ha sido excluida la presencia de cualquier testigo externo al suceso, Dios se hace presente como la luz que de súbito consume el espacio que, mientras duraba la incertidumbre de la espera, han ido creando las vacilaciones y el desánimo. La angustia del místico se disipa al calor de la fuente de la que mana un amor inconmensurable. El éxtasis es el punto de desgarro a partir del cual acaece el olvido del mundo, la superación del estado de desvalimiento propio de la criatura que, martirizada por las dudas, ha sabido aguardar en una intemperie paradójica, amalgamada de dolor y esperanza.

Lo que sigue es un dejarse llevar, el abandono de sí en el seno de una dicha que es primicia terrena del festín celestial. Pero San Juan de la Cruz hace algo más que, de una forma estéticamente sublime, dar cuenta de su aventura interior: intenta comunicarnos cuál es su noción exacta del amor. Y al hacerlo, nos regala unos versos que, en lo que se refiere a mi propia experiencia, contienen la máxima concentración de belleza que me ha sido dado nunca encontrar en la lectura de un poema. En el instante del éxtasis, escribe San Juan:

¡Oh noche que guiaste!,
¡oh noche amable más que la alborada!,
¡oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

En esos tres últimos versos se encierra la clave de lo que pretende transmitirnos su autor. Aquí se llega, mediante la mayor economía de medios, a la más alta expresión de sentido. No hay nada abstruso en ellos; nada tampoco de la críptica verborrea con la que siglos más tarde nos castigarán ciertos vates de la experimentación lírica. Hay, por el contrario, una sencillez y una contención que deslumbran. Es el triunfo inapelable del logos, musicalizado a través de la poesía, sobre aquellas realidades que se dirían fuera del alcance de su jurisdicción. San Juan traduce a una fórmula accesible para todos e intemporal en su esencia el poder transformador del amor. Del amor divino y del humano, que es su reflejo imperfecto. Un amor, nos dice, que hace de los amantes un solo cuerpo y un solo espíritu. Que los fusiona en una unión indistinguible. Pero que al mismo tiempo, y de un modo misterioso, preserva la identidad de cada cual. La amada trasformada en el Amado no significa sólo y únicamente que se «convierta» en él y pierda con ello su entidad genuina. Significa que el conocimiento de ese amor la ha cambiado en su ser más íntimo, ha hecho de ella alguien mejor, como en efecto hace el amor con cada uno de nosotros, y es ese perfeccionamiento espiritual lo que, en el plano de las relaciones humanas, constituye la prueba fehaciente de que la unión física, cuando media un sentimiento de entrega incondicional hacia el otro, trasciende los límites de la gratificación psicológica o del mero desahogo biológico.

Qué maravilla que un hombre que viene de sufrir en sus carnes y en su espíritu lo peor de la condición humana, las sevicias de sus hermanos de orden, sea capaz de alumbrar versos de una hondura tan extraordinaria y de una gratitud tan cristalina. Pero es que es de la oscuridad de los padecimientos del mundo, del pozo sin fondo de la iniquidad que siempre nos acecha, de donde surge en ocasiones la luz que nos rescata. «El deseo de luz produce luz», escribiría siglos después otra figura excepcional, la mística francesa Simone Weil. Sí, pero sólo si existe la determinación de perseverar en la persecución de un bien sublime y se posee la humildad necesaria para merecerlo.

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