Shakespeare, el filón inagotable
Sin duda, el filón inagotable de este autor inmortal, cuyo «poder para transmitir la personalidad está quizá más allá de toda explicación», según Bloom, continuará cautivando a los músicos de todas las épocas, al menos durante otros cuatro siglos
William Shakespeare (The Chandos Portrait,1610)
Cuatro siglos más tarde, la obra del mayor escritor británico continúa surtiendo su efecto inspirador en las obras de los compositores que, como Verdi, aún inundan de reconocibles pasiones humanas los teatros de ópera: su Otello regresa de nuevo, en unos días, a Madrid
Shakespeare está en todas partes. En la Casa Blanca, en La Mareta, … y también en los teatros de ópera. La temporada pasada concluyó con la adaptación que Leonard Bernstein realizó para el cine de las viejas querellas entre Montescos y Capuletos, en cuyas fatales redes de insensatos odios desatados se hallan presos dos jóvenes miembros de las familias veronesas rivales, los desdichados amantes Romeo y Julieta.
West side story, en su versión puramente musical, clausuró el último curso lírico del Liceo barcelonés, y a los pocos días también pudo escucharse en San Sebastián, este mismo verano, con recursos algo más modestos, pero recibida por el público con idéntico entusiasmo.
Pues ahora, además, el Real, apenas unas semanas más tarde, se dispone a abrir de nuevo sus puertas. Y para inaugurar su renovado periplo operístico, se ha elegido una ya conocida producción de otra obra mayor del bardo, Otello, en la versión que dos colosales genios italianos, Giuseppe Verdi y Arrigo Boito, estrenaron con éxito enorme en La Scala milanesa, el 5 de febrero de 1887.
Pero ¿por qué durante estos últimos cuatro siglos, Shakespeare ha inspirado a artistas de todas las disciplinas artísticas, y de modo muy particular la música: de Berlioz a Adès, del jazz al hip-hop? El propio autor de La fierecilla domada ya se encargó de dejarlo claro en uno de sus sonetos, cuando escribió que «la música y el dulce arte de la poesía se complementan».
Desde los madrigales isabelinos de John Dowland o Thomas Morley a los musicales de Cole Porter, de las obras programáticas de Beethoven o Chaicovski y los ballets de Prokofiev a las óperas de Verdi o Barber, lo cierto es que ningún otro autor ha aportado tal cantidad de material para la inspiración de los compositores.
La validez de sus creaciones habla con idéntica clarividencia a los hombres de todas las épocas y naciones, quizá ahí se encuentre el motivo primordial de su permanente actualidad. Es lo que tiene el escritor inglés: la eternidad de sus particulares indagaciones en el alma humana, a través de ambiguos personajes de carne y hueso, reflejan sin afeites ni acomodos sus mismas inquietudes, contradicciones e intereses. El fulgor del lenguaje no opaca la oportunidad de su mensaje, solo lo realza.
«Nadie, antes o después de él, hizo tantas individualidades separadas», sostiene su gran estudioso moderno, Harold Bloom. Y en esa variedad de personalidades singulares, paradójicos, la música, y de modo muy particular la ópera (teatro en música), han encontrado el caldo de cultivo para establecer un fértil diálogo a través del tiempo, traducido en no pocas obras maestras.
La primera adaptación musical de una de sus creaciones quizá menos comprendidas, La tempestad, recaería precisamente en el padre de la ópera inglesa, Henry Purcell, que en 1695 concibió una semi-ópera sobre una obra cuyo carácter abstracto no ha dejado de interesar a los músicos desde entonces. Basados en ésta, Luciano Berio y Thomas Adès (que acaba de estar en España y ha anunciado que, en 2027, dirigirá en el Liceo su versión de El Ángel exterminador de Buñuel) compusieron dos de los éxitos más relevantes de la escena lírica moderna, respectivamente: Un re in ascolto y The Tempest.
Pero entre todos los compositores líricos, y muy por encima de Bellini, Rossini o Gounod, fue Giuseppe Verdi, el campesino italiano que en su biblioteca atesoraba las obras del escritor en sus versiones originales, quien seguramente mejor ha sabido hacerle auténtica justicia a algunas de sus grandes tragedias, como Macbeth y Otello, o retratar al elusivo personaje de Falstaff, una de sus figuras más contradictoriamente humanas, que también inspiró en otras épocas a Antonio Salieri o Ralph Vaughan-Williams.
Tan pronto como Verdi pudo asentar su prestigio profesional con sus primeras óperas, volvió su mirada hacia Shakespeare para liberarse de las convenciones de su oficio, aventurándose por los recovecos más ambiguos de la trastienda del hombre. Medirse a la grandeza del modelo le obligaría incluso a perfilar un lenguaje nuevo y original que, en perspectiva, condujo al género por nuevos derroteros expresivos, en la misma línea de lo que ya había esbozado el padre fundador, Claudio Monteverdi.
Cartel de Macbeth, de Giuseppe Verdi
Lo intentó con su Macbeth, en 1847, y lo consiguió plenamente en sus dos últimas partituras, Otello y sobre todo Falstaff, en la que se mezclan elementos de Las alegres comadres de Windsor y Enrique IV, tal como probó Orson Welles en su definitiva obra maestra, la colosal Campanadas de medianoche (rodada en parte aquí mismo, en Carabanchel, entre otras localizaciones).
Verdi halló en Shakespeare el sustrato poético y filosófico que serviría de apoyo a algunas de sus tesis acerca de la naturaleza humana, y de uno de los temas esenciales de su creación dramática: la radical imposibilidad de alcanzar la felicidad plena en este valle de lágrimas.
Volveremos a apreciarlo dentro de un par de semanas, cuando al Real regrese la ya conocida producción de David Alden (sin grandes ideas, pero al menos respetuosa con las intenciones originales de sus autores) para Otello; como hace poco, en otra de estas últimas temporadas del coliseo madrileño, ya tuvimos ocasión de hacerlo a través del fascinante Lear de Aribert Reimann.
Sin duda, el filón inagotable de este autor inmortal, cuyo «poder para transmitir la personalidad está quizá más allá de toda explicación», según Bloom, continuará cautivando a los músicos de todas las épocas, al menos durante otros cuatro siglos. Y los nuevos públicos, si para entonces la sensibilidad no ha quedado definitivamente agostada por el influjo pernicioso de la tecnología, podrán beneficiarse de su inmarcesible ingenio, talento y sabiduría.