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La batalla cultural

El Debate (asistido por IA)

Bocados de realidad

¿Por qué la derecha pierde la batalla cultural?

Los teatros italianos encuentran un motivo de rebelión contra Giorgia Meloni, mientras un escritor muestra sin tapujos los efectos devastadores de la depresión, y Paul Thomas Anderson sigue intentando hacerse un hueco entre los grandes del cine

En Italia acaba de estallar una de esas polémicas que traspasan fronteras y prometen sacudir a la vida cultural del tedio más habitual.

Resulta curioso que, hasta el momento, la prensa zurda española no haya apreciado aún la oportunidad de lanzarse a la yugular del suceso, a pesar de que a estas horas los restos de la pólvora han cruzado ya el Atlántico para tomar cuerpo en las páginas del New York Times que, en cambio, no ha desperdiciado la ocasión de exponer, a su modo aséptico pero claramente intencionado, el episodio que retrataría el modo de actuar de la derecha cuando se trata de «colonizar» las principales instituciones culturales.

La Fenice de Venecia es uno de los teatros más reconocidos de Italia, donde Verdi estrenó La Traviata, que se repone allí cada año como reclamo infalible para los turistas, y Wagner dirigió, en sus últimos días, su primeriza Sinfonía en do mayor, casi para su familia. A falta del nombramiento de un nuevo director musical para este prestigioso templo, al actual gerente, Nicola Colobianchi, se le ocurrió proponer, y casi inmediatamente designar para el cargo, a una joven directora, Beatrice Venezi, que además resulta ser amiga de Giorgia Meloni y leal simpatizante de su partido, Hermanos de Italia.

La escandalera estaba garantizada ya casi desde el principio, porque si bien no figura en ningún reglamento, existe la práctica de consultar a la orquesta sobre los posibles candidatos. Y esta vez no se hizo: Colobianchi fichó a Venezi sin encomendarse a nadie. O sí. Porque casi de manera inmediata, las voces críticas vincularon a la dama con Meloni para sugerir, más bien denunciar, un procedimiento que tampoco vulneraría ningún principio, o tan solo uno: aquel según el cual el ámbito cultural le pertenece, en exclusiva, a la izquierda.

El comunicado que los trabajadores de La Fenice emitieron para reprobar el nombramiento de la nueva directora se guarda de hacer explícita la relación política (sus compañeros de teatros como la Scala de Milán, o el Regio de Turín, no han sido tan precavidos a la hora de señalar la intervención de una superior mano oculta en sus escritos de solidaridad), y sitúa todo el peso de la denuncia sobre los precarios méritos. Beatrice Venezi no posee currículo para osar dirigir una institución a la que ni siquiera había sido invitada, nunca con anterioridad, para ponerse al frente de una de sus óperas, han declarado.

Al respecto, Colobianchi, que sí contó con ella cuando dirigió un teatro anterior, el de Cagliari, y por tanto sabe de su competencia, ha defendido que tanto la juventud de su apuesta como el innegable tirón que ésta posee en las redes sociales (Venezi ha sido imagen de una marca de peluquería, ha participado en numerosos programas de televisión e incluso escrito libros como Las hermanas de Mozart en el que reivindica el talento de estas mujeres), la convierten en una elección idónea. Y ha añadido, además, como otro de sus principales atributos el de su género.

Mujer, joven (hermosa, le faltó añadir) y con gran enganche social. Eso sería suficiente, según su empleador, para convencer a los nuevos públicos de traspasar las puertas de La Fenice y poder darle así una oportunidad a la ópera.

Conociendo la influencia que los sindicatos tienen entre los colectivos profesionales de los teatros italianos, su capacidad de movilización (el pasado fin de semana ya llenaron de pasquines La Fenice en contra de Venezi), no resulta aventurado pensar que el, ciertamente, escaso recorrido profesional de esta directora les haya servido ahora para apuntar directamente a su verdadero objetivo, el político, la presidenta Meloni.

Pero lo que tampoco parece muy presentable es que el principal responsable de La Fenice diga que a su nueva directora se le ha contratado por ser mujer, joven y tener muchos seguidores en Instagram. Por este tipo de chapuzas es que a la izquierda le resulta tan fácil, siempre, ganar todas y cada una de las batallas de la guerra cultural.

Ya lo sabe Abascal, si de él llegase a depender, algún día, el ministerio de Cultura (porque si lo hace Feijoo, ya se sabe que procurará siempre no molestar a sus adversarios, dejándoles hacer), cuando se trate de buscar entre sus amistades a un director de orquesta para nombrarlo en algún puesto relevante, que procure hallarlo entre los mejores, más cualificados: sí, también los hay de derechas, aunque lo esencial para el cargo no sea eso.

¡Ah! Que de cualquier manera, en España, esto jamás ocurriría porque aquí existen concursos para encargarse de seleccionar a los más aptos… Ya.

La conmovedora confesión de un escritor melómano

Hemos coincidido en varias ocasiones en el Auditorio Nacional, mientras asistíamos, cada uno por su lado, a algún concierto. Nunca se me ocurrió saludarle porque no le conozco ni tampoco, para superar ese límite de la impertinencia que suele citarse como pudor, he llegado a admirarlo: cada vez que me he tropezado con alguna de sus novelas he sentido ese irrefrenable impulso de regresar cuanto antes al refugio seguro de Thomas Mann: hasta para aburrirse, cosa que con el alemán sucede poco, hay que elegir bien las compañías.

Pero precisamente por su amor hacia la música, que le llegó a través del jazz (al revés que Friedrich Gulda, el gran pianista, que se deslumbró con Dizzie Gillespie después de dominar el Clave bien temperado), le creía inmune al abatimiento definitivo, esa lacra que suele apoderarse de ciertas naturalezas sensibles para sembrar sus días de hondos pesares silentes sin tasa ni fecha de caducidad.

A algunos, Mozart (y otros casi como él) nos han salvado, más de una vez, de despeñarnos por precipicios para los que ya no hay vuelta atrás. Su ingenio divino es la criptonita que consuela, apacigua y templa los espíritus frente a rebeldías, afrentas y errores devolviéndonos algo de la paz perdida por los senderos extraviados de la vida.

Creía, por eso, que en su discoteca también hallaría Antonio Muñoz Molina, quizá, la inmunidad perpetua contra la infamia, el desamparo, la duda, el desatino.

El otro día vi la pública confesión de su desdicha presente, algo que quizá le sirva a gente menos afortunada que él, y me provocó una honda ternura: se puede discrepar de las opiniones, a veces hasta con virulencia, pero cuando caen las máscaras, y el ser más íntimo se revela en toda su auténtica, descarnada humanidad, solo queda acompañar desde la distancia, tratar de comprender. Ánimo, Antonio.

Paul Thomas Anderson hace pasar un buen rato

Por todas partes las trompetas anuncian ya la buena nueva de otra obra maestra del cine, al menos, como las que en su día parían genios de su mismo país, felizmente todavía en activo, los Scorsese, Coppola o Eastwood, para quedarnos entre los vivos.

Casi todo bueno se ha dicho ya sobre la última película de Paul Thomas Anderson, creador de una filmografía fértil, densa y muy atractiva. «Una batalla tras otra» tiene un mérito esencial en estos días de metrajes excesivos (resulta tan difícil poner en pie una película ahora, que cada uno que lo intenta pretende que le dure lo máximo posible, por si caso no vuelve a verse en otra similar): te mantiene sujeto a la butaca sin necesidad de consultar el reloj cada diez minutos.

Resulta como la experiencia de arrojarse a un río y dejarse arrastrar por la corriente, sin tregua, hasta el final de un trayecto más o menos imprevisible. No es necesario conocer la novela del esquivo Thomas Pynchon en la que está basada (no es el caso), pero aquel que sabe algo, más o menos, sobre los mecanismos de la ficción puede aventurarse a predecir el desenlace.

La diferencia aquí es el viaje, que el director, aparte de su certero pulso narrativo, convierte en una experiencia agradable con sus notas al margen, esos chispazos de exquisita ironía (algo cada vez más raro en estos tiempos adocenados) para hacer más humano un discurso que, de otra manera, resultaría otra filípica más de un cineasta «concienciado».

Desde luego, a Anderson se le ve el plumero a leguas: su identificación con los terroristas que se dedican a facilitar la migración ilegal a EE.UU. resulta comprensible para quien busca el aplauso fácil de la platea. Lo mismo que al retratar a aquellos que, como Travis Bickle, aspiran a limpiar las calles de escoria se recrea en su zafiedad, falta de escrúpulos e intenciones perversas.

Pero por encima de todo, sin llegar desde luego a las altas cotas de sus maestros, al menos, este realizador consigue el milagro de entretenernos, mientras desliza la carga profunda de sus mensajes con algún apunte de sana, apreciable ambigüedad.

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