La guerra generacional de millennials contra boomers
La tensión generacional se agita ante el problema de la vivienda, mientras Putin cultiva sus sueños imperiales asustando con drones, la izquierda radical boicotea cualquier consenso y a Boadella le sugieren que dirija solo sus cosas
'Dos viejos comiendo sopa', de Goya
El abuelo no se muere. No podemos disponer del piso. Hace medio siglo, a los 60 y pico, la inevitable marcha hacia regiones más auspiciosas parecía ya encarrilada de manera inevitable, la mayoría de las veces, sin molesta demora.
Ahora, gracias a la ciencia, que ya habla de volvernos a todos eternos, aquel prematuro anciano se ha convertido en un inesperado don Juan, pleno de vitalidad y entusiasmo. Practica el poliamor que aprendió en un podcast y los pasos de baile recuperados durante los viajes del Imserso. El resto lo fía a la química legal que le proporciona alborozado su médico de cabecera y a las aplicaciones, que domina con cierta soltura. Puede ligar hasta con cinco vecinas a la vez, el paraíso prometido a los mártires del islam, algo que no se le dio durante una juventud de trabajo, sacrificios e inhibiciones.
Y si no se lanza a seducir a las colegas de chat y le da por leer todo Borges, tampoco fallece, que es lo relevante. El caso es que dura y dura… De suerte (infausta), que el piso que iba a ser para nosotros, sus únicos nietos, porque nuestro padre ya dispone del suyo que pudo comprarse cuando las chistorras aún caían de los árboles (nadie repara en que seguramente ocurrió mientras se deslomaba en tres trabajos, un detalle meramente accesorio), se mantiene ocupado por los siglos.
Lo cual, que la culpa de esta hambruna inmobiliaria la tienen los abuelos que no la espichan, azuzados por la ciencia, la tecnología y la natural pulsión de vivir, tres aliados infames que no permiten el reemplazo generacional, o sea, que me regalen gratis ese adosado que me correspondería por un hecho incontrovertible: como a nadie le pedí yo venir a este mísero mundo, quienes provocaron tal dislate deben repararlo soportando la eterna penitencia de satisfacer todos y cada uno de mis deseos, caprichos y ocurrencias al momento, que no he venido hasta aquí para sufrir, ni siquiera lo necesario.
A estos que ahora se enfrentan a los llamados «boomers», sus mayores, porque no les acaban de resolver, también, lo de la vivienda, habría que decirles que apunten hacia otro lado, al de aquel que les pone torpemente la muleta para que embistan al toro Bibi (Netanyahu) y distraerles de lo esencial.
Ya empiezan a reconocerlo hasta sus propios gurús, los cachorros demócratas del Imperio, que incluso han empezado a publicar libros sobre el asunto: para que pueda haber casas para todos, lo que sobran no son los padres y abuelos. Lo verdaderamente esencial es acabar con la maldita maraña de infinitas regulaciones que vuelven locos a los constructores, cansados de que encima, cuando interrogan al funcionario municipal de turno sobre cada nuevo, frustrante trámite administrativo, los traten como si fuesen Al Capone.
Y si se desesperan por no poder ni alquilar porque no hay dónde, que mediten si prefieren respirar el aire puro de la sierra, compartido con ardillas, jabalíes y alguna víbora, o dejar que el señor lobo, y los otros amos del campo, les cedan un poco de su terreno para no tener que seguir aguardando eternamente a que la parca visite a quienes han cuidado de ellos, al menos, hasta aquí.
Con la guerra en los talones
Si conviene insistir mejor hacerlo a través de una voz autorizada como la de Chesterton, que en otro tiempo dijo: «Dejemos que el hombre silencie sus armas, pero, en nombre del honor humano, no dejemos que sus armas lo silencien a él».
Tenemos la guerra a las puertas mismas de Europa y seguimos entretenidos en la contemplación de la estela nada ilusoria de los drones que Rusia nos atiza como sutiles pellizcos. Quizá nos asista la vana esperanza de que un día todo se difumine en la noche estrellada, como el humo por san Juan, o cambie el curso del viento según ocurría hace unos años, cuando las cenizas de aquel volcán islandés pusieron en jaque el tránsito aéreo durante unos angustiosos meses.
Solo que ahora ya no se trata de un fenómeno de la naturaleza, sino de una táctica militar desplegada con toda la intención. Lo ha dicho alguien que conoce de sobra al personaje, Gary Kasparov, aquel ajedrecista reconvertido más tarde en político, para el cual Putin solo buscaría calibrar el aguante (infinito) de los líderes europeos a la espera del siguiente paso: vulnerar la frontera de alguna de las repúblicas bálticas, más pronto que tarde, antes de enfilar hacia Versalles, donde quizá ni gobierno tengan.
A lo mejor todos nos equivocamos, incluso el amargado disidente Kasparov, y la pulla de esos ovnis (como el improvisado comediante los ha bautizado) no obedezca más que a una mera coincidencia reiterada en el tiempo (y en el espacio). Tampoco eran tantos los que creían, al principio, que los ejércitos de Putin pondrían rumbo a Kiev, y faltaría poco ya si los Tomahawk que vamos a comprarle a Trump, cuando los auditores aprueben los correspondientes informes (cerca del juicio final), continúan demorándose hasta quién sabe cuándo.
Nadie desea que esos jóvenes militarmente entrenados durante el recreo escolar de la entretenida kale borroka, consagrada a la necia defensa de un Hamas que los desprecia (y no dudaría ni un solo momento en encarcelar a quienes entre ellos se declararan homosexuales, por ejemplo, si de ellos dependiese alguna vez), cuyo mérito consiste en lanzar ladrillos a unos policías casi convertidos en involuntarios espantapájaros por no molestar a la clientela, tuvieran que ser reclutados a la carrera para defender con sus vidas la Sagrada Familia.
Aunque tampoco resulta del todo juicioso sentarse y confiar en los buenos deseos de paz y confraternidad de un Kremlin que suele decir una cosa y practicar justamente la contraria, como deberían haber aprendido, a estas alturas, los nietos de aquellos incrédulos, y escépticos, que vieron pasarles por delante de sus mismas narices compungidas a las legiones nazis sin apenas pestañear.
No se trata de adelantar el apocalipsis provocando la ira final del déspota que toca el piano en la intimidad, quizá Rachmaninov o Scriabin, mientras cultiva sus nada secretas ensoñaciones imperiales. Pero sí parece ya una cuestión, al menos, de dignidad, hacerle saber al abusón de la clase que, incluso si el primo de Zumosol no comparece como se deseaba, entre todos los demás, una vez que en el pasado cedieron su soberanía individual en aras de una pretendida cohesión para la defensa común de sus intereses, podrían pararle los pies mediante algún tipo de gesto contundente. «Al menos derriben los drones», ha dicho Kasparov; solo le faltó añadir: tengan ustedes la decencia.
El problema es que nadie parece querer asumir de manera colectiva esa imprescindible, desagradable y necesaria tarea. La tan cacareada, como frágil, unión solo se expresa en perfecta armonía a la hora de imponer tasas, perturbar con absurdas reglamentaciones y masacrar a impuestos a sus ciudadanos, pero jamás funcionará para garantizarles su seguridad: más allá de proponerles que se compren una linterna, un transistor y las pilas correspondientes para que, a falta de fútbol, puedan seguir, en penumbras, los partidos de la NBA o la NFL, ahora que también aquí prospera esa aburrida variante del rugby, el deporte favorito de los pobres en EE UU.
El inútil consenso
Enrico Berlinguer, el líder histórico del Partido Comunista de Italia, tuvo un sueño. Alcanzado un cierto grado de prosperidad, la utopía revolucionaria ya no tenía demasiado sentido en su país: lanzarse al monte solo podría haber acabado en un alzamiento militar o una guerra civil.
Lo que mejor correspondería, en ese caso, tratándose de llegar a tocar un trozo del poder transformador que, en ocasiones, permite realizar sutiles avances mediante la aplicación de políticas basadas en el sentido común, sería lograr acuerdos con las otras organizaciones mayoritarias para alcanzar los consensos necesarios en aquellas materias que realizasen el último deseo de una prosperidad compartida, y duradera, para la gente.
Con esa idea, que no convencía a los padres tutelares de la URSS, empeñados en el todo o nada (para lo que solo precisaban de tontos útiles, no inteligencias esclarecidas), Berlinguer se reunió con Aldo Moro, el presidente de la Democracia Cristiana, y le propuso un pacto, el llamado «compromiso histórico».
La formación de derechas debería poder gobernar con su precaria minoría sin atenerse a los cálculos para sacar adelante cada proyecto. Mientras, los comunistas, que irían ganando espacios visibles en la gobernación del país (obtuvieron la presidencia de la cámara legislativa), aprovecharían para arrimar la ascua a la sardina de su propia agenda con mejoras para la clase trabajadora.
Pero lo que, en teoría, podía ser una propuesta aplicada al buen gobierno, tejido con sensatos acuerdos, fracasó. El escorpión actúa siempre igual. Los chicos a la izquierda más extrema de su partido, los gudaris de la pendiente revolución, se encargaron de dinamitar el proceso por la vía que mejor practicaban: secuestraron, y luego asesinaron, a Aldo Moro (conviene ver la magnífica serie que Marco Bellocchio rodó sobre este asunto), la voz más partidaria de un cierto entendimiento con la oposición, en el seno de la democracia cristiana.
El otro día, mientras Hamás realizaba su simulacro de rendición aún por constatar, cuando el mundo civilizado parecía respirar aliviado ante el atisbo de una posible paz en oriente próximo, los residuos de Podemos clamaban porque la fragata española se enfrentase a las fuerzas israelíes, si se les ocurría detener a los improvisados miembros de «Vacaciones en el mar», como aquí se bautizó la simpática serie «Love boat».
En lugar de esperar y ver a dónde conducía el anuncio aguardado de un posible armisticio, los podemitas clamaban por escalar el conflicto a nivel internacional con el inicio de una posible guerra entre España e Israel. Nada nuevo ni extraño en la cacofonía de quienes un día se proclaman pacifistas (cuando lo que se ve amenazado es su propio país, que ellos desearían siempre desprovisto de armas para su legítima defensa) y al otro exigen contundencia militar contra quienes, en teoría, se encuentran entre nuestros mayores aliados estratégicos: los solitarios defensores de la libertad en territorios de violentos fanatismos que al final solo persiguen nuestra aniquilación.
Tenía razón Revel cuando dijo que «la filosofía de los intelectuales de la revolución terrorista conjuga la necedad del mago iluminado, la grosería del doctor marxista y la ametralladora del asesino de la mafia». Aldo Moro lo constató en su cautiverio, cuando le pusieron la capucha antes de ejecutarlo.
Por eso que no se llame a engaño Feijóo, que parece que acabe de ver La gran ambición, la nueva película sobre Berlinguer que tanto ha gustado en Italia. Abandone toda esperanza de nutrir un espacio común, centrado, con las mejores intenciones de aquí y de allá. Como también afirmaba Chesterton: «Hay mucha menos diferencia de la que a primera vista parece entre el burgués más valiente y somnoliento y el apache más sanguinario e imprudente». Pero ninguno desea mezclarse, ni permitir que otros lo intenten.
Boadella no sabe dirigir obras de gays
Cantan entusiasmados los rapsodas de lo políticamente correcto porque su injusticia va dando resultados. Las leyes, arbitrarias, contrarias a la libertad, impulsadas desde instancias oficiales han logrado que la presencia de las mujeres en tareas que tienen que ver con los distintos oficios vinculados al cine crezca cada día. Si la fiesta continúa, es posible que dentro de muy poco el cruel varón depredador sea ya una especie en extinción en el sector.
En unos años, ya solo se contratará a los hombres imprescindibles que la desbordante imaginación de las guionistas cree como personajes representantes del último vestigio de otras épocas decadentes. Pero incluso así, estos tampoco tendrían el trabajo asegurado: quizá los reemplacen por actores de IA, incapaces de violar a nadie al demorarse con sus lenguas, más de la cuenta, en improbables escenas amorosas.
Aumenta el número, pero nada se afirma del talento, la única regla que se debe observar en el arte. Y la influencia se aprecia en todos los campos de la creación e interpretación artística. De suerte que algunas de esas féminas bendecidas en la lotería de las cuotas, incluso se vienen arriba y expresan sus más íntimos pareceres, sin pasarlas antes por la criba de la reflexión (o sí, lo cual aún sería peor).
En una reciente entrevista, la directora de escena Bárbara Lluch, descendiente de la gran Nuria Espert, se permite reñirle a Albert Boadella porque el catalán, no siendo homosexual, nada entendería del amor entre varones, por lo que debería abstenerse de abordar obras en las que se trate este asunto. No lo dice expresamente, pero se refiere a que el responsable, en parte, de la programación de los Teatros del Canal, acaba de dirigir allí mismo, con malas críticas, El orgullo de quererte, una zarzuela ambientada en Chueca y sus circunstancias.
Más allá de pedirle a Boadella lo imposible: que tornara lo infumable (ese libreto apenas se sostiene) en una obra de arte, lo grave de esta chica sin demasiadas luces, por lo que se aprecia, es que mantenga que un director heterosexual es incapaz de realizar bien su trabajo por su propia condición. Se ve que a los balbuceos de los últimos discursos hemos incorporado ya toda la absurda majadería que nos ha llegado de Norteamérica, según la cual, por ejemplo, para interpretar a Otelo en teatro, de prosa o lírico, se requiere inevitablemente ser negro.
Cualquier día pedirán que regrese a los teatros la práctica de la emasculación, para que los antiguos roles asignados por los compositores del barroco a cantantes castrados, los célebres «castrati», sean incorporados ahora por quien legítimamente corresponde.