RTVE y EFE minimizan las matanzas de cristianos en Nigeria
Los medios públicos españoles denuncian como bulos las cifras de asesinatos de católicos en África, mientras unas chicas embadurnan de ignorancia la imagen de Colón, muere una actriz que encarnó un feminismo cordial y el Auditorio Nacional se convierte en improvisada destilería para celebrar a Bach
Fuerzas nigerianas durante un ataque yihadista a una aldea
Israel, con la inestimable colaboración de Donald Trump, le ha doblado la mano a los desalmados de Hamás, que ni siquiera han pedido perdón por su última fechoría. Las guerras no se ganan recitando poemas. Siempre hay víctimas innecesarias. Bien lo saben en Nigeria, donde se halla en marcha un proceso de exterminio calculado de una parte determinada de su población, la que profesa la fe cristiana.
Que el ejército del estado islámico, el sanguinario Isis, se haya propuesto sembrar aquella tierra africana de cadáveres católicos no parece importarle demasiado ni a Barbie Gaza ni a la histérica Thumberg ni a Ada Colau ni a ningún otro de los miembros de su extravagante pandilla. Bien saben de qué modo se les gasta el Isis, como para ir reclamarles algo, y además la solidaridad de estos náufragos de la causa palestina se encuentra tasada: unos cristianos de menos, lo que se sale ganando.
Pero en España, de modo inesperado, sí que existe cierta grave preocupación por lo que ocurre en Nigeria entre, al menos, dos medios de información públicos. En sus webs, tanto RTVE como la Agencia EFE destinan un espacio relevante a desmontar lo que ellos consideran como bulos relacionados con las cifras difundidas de asesinados por motivos religiosos, en ese país.
En redes sociales, o en medios tan relevantes como el programa de actualidad política «Real Time», que presenta el cómico (por cierto, demócrata) Bill Maher, en HBO, se ha comentado que el Isis lleva aniquilados a unos 500.000 cristianos en aquel lugar de África, durante los últimos tiempos.
La cifra total de muertes se encuentra en discusión, pero lo que parece evidente es que, independientemente de lo que pueda arrojar el escrutinio final del horror, esos cafres del terror islamista tienen un objetivo claro y lo están llevando a cabo con macabra crueldad y siniestra precisión: una suerte de limpieza étnica que inquieta al Papa León, y poco más.
Según un estudio de Intersociety, en lo que va de este año, allí se han matado a «no menos de 7.087 cristianos». Mientras, el Observatorio para la libertad religiosa en África cifra en 16.769 los cristianos masacrados entre 2019 y 2023.
Si van ya por 500.000, o si son la mitad o incluso la tercera parte o solo 200 (como sí parece que ocurrió este verano en la nigeriana Benue, según reconoció hasta el Sumo Pontífice), es lo de menos. Los asesinatos selectivos de una parte concreta de la población se están produciendo ante la pasividad de las instituciones internacionales. Y lo sorprendente, aquí, es el celo que RTVE y EFE han puesto en desmentir los datos, como si les fuera algo en ello.
Quizá ahora que los mejores profesionales del ente público han sido relevados de la primera línea de fuego ante la llegada de las tropas de asalto, y algún francotirador, al servicio de la Moncloa (esas milicias que ocupan ya el grueso de sus franjas horarias), un espíritu iluminado, en esa casa, debería promover el envío de un equipo de sus mejores informadores veteranos para investigar sobre el terreno.
El mejor servicio que podrían brindarle a la ciudadanía no se encuentra en la posibilidad de poner a unos becarios a desmontar posibles bulos contrastando lo que surge, de pronto, en una u otra red social, web o papel.
Si quieren brindar información realmente seria, contrastada y veraz que se preocupen de emplear la fuerza de sus mejores recursos disponibles: descienda un par de sus más sólidos periodistas sobre el terreno para que nos cuenten a todos qué demonios está pasando en Nigeria, a poder ser, en un monográfico como los de los buenos tiempos de «Informe semanal». Ahora que Gaza ya no preocupa tanto, no estaría de más.
Unas nuevas indias pretenden borrar la historia
En un día algo gris por las nubes, unas alborotadoras aficionadas pretendieron dar color a las recientes celebraciones de la Hispanidad arrojándole pintura roja a un cuadro del héroe Cristóbal Colón, en un museo.
Durante el atropellado balbuceo que emplearon para justificar su violenta «performance», las chicas echaron mano del manido catálogo de proclamas importadas de las elitistas universidades norteamericanas, donde el estudio de la historia se ha convertido en perverso memorial de agravios (como en los peores tiempos de la leyenda negra) para referirse a quién sabe qué nuevas formas de colonialismo. Y, ya de paso, despotricar contra supuestos abusos de los tiempos de la conquista.
Sobre lo primero, resulta aventurado determinar a qué podrían referirse, como si en realidad precisaran de alguna justificación para el delito, que algunos comparan con una gamberrada perpetrada por escolares ociosos en horas de recreo. El último país americano que rompió amarras con la corona española fue Cuba, y de eso hace ya 123 años.
Pretender que un siglo y cuarto después de haber obtenido su independencia, el destino posterior de la isla caribeña, y de sus otras naciones hermanas, tenga algo que ver con los manejos presentes de su antigua madre patria resultaría como si un hijo abandonara voluntariamente el hogar paterno, alcanzada la mayoría de edad, para emprender su propia vida y ya en la plena madurez, al echar la vista atrás, culpase de manera retrospectiva a los progenitores de los fracasos cosechados desde su partida.
Queriendo perjudicar, ahora, la imagen de Colón con sus necios brochazos, estas intrusas actuaron como los indios tlaxcaltecas que, en su momento, se encargaron de arrasar los archivos de sus rivales en Texcoco y Tenochitlán. También ellos, a su modo, se rebelaban contra la historia eliminando toda huella, incluida la artística, de sus pasados adversarios aztecas.
Murasaki, el escritor japonés (no confundir con el ídolo pop Murakami, algo posterior), sostenía que «el arte es un acto personal contra el olvido». La vigencia del lienzo ahora vulnerado solo pretendía ofrecer testimonio de una época, fijar en el tiempo la relevancia de un instante, convertir la materia en espíritu. A cada cual procedería, según su particular entendimiento, cultura y conciencia rellenar los puntos suspensivos.
Lo que para algunos constituyó toda una gesta, el llamado descubrimiento de América, otros lo interpretan como una suerte de apocalipsis del hombre blanco europeo, siempre empeñado en propagar el mal que arrastra como imborrable pecado original, mediante el enésimo exterminio.
Suprimir los símbolos que promueven el acto libre de pensar no decanta el debate hacia ninguna de las posibles posturas en liza, solo lo embrutece, degrada y posterga; por eso, a falta de argumentario, los indios y sus inopinadas defensoras modernas, en su cerrazón intolerante, no se batían más que contra meras sombras.
Diane Keaton, el feminismo inteligente
Decía Coco Chanel que «una mujer elegante puede enseñar sus muslos si se le antoja, pero sus rodillas… ay». Diane Keaton fue un poco más lejos, y en los 70, cuando la minifalda ya llevaba unos pocos años de reinado, se apareció en «Annie Hall» con lo que algunas feministas adoptarían poco después como uniforme de campaña: camisas holgadas, amplios pantalones, chalecos, sombreros y hasta corbatas (única pieza de la nueva indumentaria que las más extremistas rechazaban por sus pretendidas connotaciones fálicas).
Para que sus compañeros dejaran de fijarse solo en el escote, y al menos durante el seguro trayecto hasta el catre dedicaran algo de atención a su discurso, había que restringir sutilmente el campo de visión.
El burka, en este caso, se elegía: no era el resultado de una imposición masculina, y adquiría las formas despreocupadas y la calidez otoñal, con sus colores discretos, de una indisimulada sofisticación neoyorquina capaz de descender desde los círculos más intelectuales (Susan Sontag y sus amigas), hasta las manzanas del Upper East Side, por donde se exhibía el auténtico pijerío.
Ahora que la protagonista de la divertidísima Misterioso asesinato en Manhattan (pero sobre todo de Rojos y Buscando a Mr. Goodbar, sus papeles más sustanciosos) se ha despedido por el momento, hacía ya algún tiempo que se añoraba su feminismo cordial, inteligente e irónico.
Aquel que, con gestos sutiles, como el de «mírame a los ojos, escúchame», en su caso proclamado ya a partir de la elección del propio atuendo, sin reproches ni soflamas, sugería la posibilidad de un diálogo provocativo, pero nunca avasallador ni protestón: basado en el poder del sarcasmo, de la parodia y el ingenio porque las cosas más serias precisan siempre del envoltorio del humor para ser digeridas con propiedad.
Keaton, o sus personajes (moldeados juntamente con su compañero, Woody Allen) sabía perfectamente lo que quería, y cómo obtenerlo, y a ello se aplicaba con esa seductora mezcla imbatible de inteligencia, naturalidad, encanto y sentido del humor.
En ella la belleza surgía del conjunto, más del fondo que de las propias formas, pretendidamente enmascaradas, porque la complicidad de unas risas puede resultar mucho más cautivadora, a veces, que la advertencia de finos encajes.
Últimamente, sus trabajos parecían puramente destinados a pagar la hipoteca de la casa de los Hamptons. Carecían de relevancia, como casi todo el cine actual, y revelaban un cierto hastío del personaje, en su exagerada reiteración, que ella misma había contribuido a difundir.
Fue una lástima que, además de actuar y escribir, no se decidiera a dar el salto a la música. Siempre había querido cantar, desde que debutó en la banda sonora del musical «Hair». Poseía voz y estilo, como pudo comprobarse en algunos de sus filmes. Quizá no para ser otra Barbra Streisand, pero al menos podría haber probado. A lo mejor ha hecho su entrada en el más allá con algo de Cole Porter, en su caso, sin turgencias ni contoneos.
Un aperitivo con Bach
El mánager de una orquesta norteña ha dicho, estos días, que asistir un concierto de música clásica se está convirtiendo en un «acto revolucionario». Será en sus predios, porque la afición madrileña, por ejemplo, no hace más que aumentar seducida por una oferta incesante que incluso dobla la apuesta el mismo día y en idéntico espacio.
Este próximo viernes, sin ir más lejos, el Auditorio Nacional recibe al estupendo pianista Leif Ove Andsnes para interpretar el «Segundo concierto para piano» de Brahms con la Orquesta Nacional (a las 19.30). Pero apenas y tres horas más tarde, si salir de la sala sinfónica, llegará el coloso Currentzis al ciclo de la Filarmónica para ofrecer un monográfico dedicado a G.F. Händel, con una selección de arias y fragmentos orquestales de algunos de sus oratorios y óperas.
Por si fuera poco, para incentivar la escucha, algunos programadores se han sacado de manga magníficas iniciativas como el «Bach Vermú», que promueve el CNDM, también en su sede principal del Auditorio Nacional, siempre en fin de semana.
Entre viandas y licores matutinos, que se ofrecen como aperitivo antes y después de los conciertos, el público, como otras veces, pudo dedicar buena parte de la mañana del pasado sábado a disfrutar de una de las joyas del edificio, el gran órgano que Gerhard Grenzig construyó en su día para la sala sinfónica.
Esta vez, vino a probar el instrumento, cuyas primeras composiciones datan del siglo XIV, una de las más cualificadas intérpretes de hoy, la simpática organista alemana Angela Metzeger.
Trajo un programa de lo más sugestivo que comenzó y se cerró con J.S. Bach, pero permitió además acercarse a las obras de compositores contemporáneos porque la imponente sonoridad del órgano, con sus inabarcables posibilidades tímbricas (que en España tuvo a su más brillante cultivador en Antonio de Cabezón, ya en el siglo XVI), continúa excitando la curiosidad de autores modernos como Philip Maintz.
Sí, Schopenhauer afirmaba que cuando nuestro universo se extinga la música permanecerá. Mientras tanto, la imaginación puesta al servicio del talento de algunos programadores permite que los aficionados sigan acudiendo, prácticamente todos los días, a alguno de los innumerables conciertos que acoge esta capital.