En México se piensa mucho en nosotros, para insultarnos
El matiz del último Premio Cervantes no disipa la polémica entre México y España, mientras Chatgpt permite explorar nuevos rumbos para el amor, España recupera la serie prohibida sobre la Camorra napolitana y se celebra el ansiado regreso de un fino articulista
Gonzalo Celorio, Premio Cervantes, defendió en su día que España no tiene que pedir perdón a México
Con esa lucidez traspasada por la causticidad que le caracterizaba, Cioran llegó a escribir, en cierta ocasión, que «cualquier persona inteligente o decente odia a la mitad de sus contemporáneos». Seguramente su cálculo resultase algo optimista.
De ese sentimiento, si se le puede llamar así, o pertinente apreciación sobre la naturaleza humana, suelen obtener buenos réditos los políticos. Al fomentar la división y el enfrentamiento (como bien saben los nacionalistas) se aseguran, al menos, la lealtad de ese 50 % que desprecia profundamente al otro; y con ello, la parte correspondiente de los votos que garantizan poltronas (poder) y sueldos públicos (oposición).
Así, en México, desde hace un tiempo, los gobernantes de aquel país se afanan por recabar el favor de la población de origen indígena (y quizá también el de los jóvenes, casi siempre dispuestos a situarse detrás de la bandera de cualquier singular injusticia para prestar su voz, sin discernimiento crítico, a quienes identifican como los más débiles) para una nueva cruzada. Se exige de los españoles, si quiera no más, una disculpita retrospectiva por haber expoliado sus recursos materiales y exterminar vilmente a buena parte de sus antepasados.
Aquello que cantaba Agustín Lara en su célebre chotis: «En México se piensa mucho en ti» (referido a Madrid), quizá se mantenga hoy allí, aunque con la variante de otro mensaje menos amable: pensamos, sí, que sois unos auténticos cabrones.
Repetida la murga con toda la eficacia del efecto multiplicador de los mecanismos al servicio del estado cuando se trata de esparcir bulos, insidias y falacias, la idea parece prosperar: en amplias capas de la sociedad mexicana se recrudece estos días una suerte de antiespañolismo que, con sus distintos niveles de intensidad, ha sobrevivido siempre, sobre todo alentado por la izquierda y sus agendas. Y ahora ha devenido en moda promovida desde el mismo despacho presidencial.
Con algo de pedagogía y buena intención, podría articularse una respuesta sólida que, desde España, simplemente recordara los principios sobre los que los gobernantes de antaño procuraron que se desarrollara la convivencia, casi desde el primer instante en que se produjo un descubrimiento propiciado por la curiosidad, el ansia de nuevos retos y un mayor desarrollo.
El respeto escrupuloso por las tres clases mexicanas de criollos, mestizos e indios no se observó, ni siquiera de manera parecida, por otras potencias conquistadoras de la misma época (Portugal, por ejemplo) en sus colonias.
Pero, en cambio, nuestros actuales responsables políticos han sucumbido ante el memorial de supuestos agravios ancestrales, y en lugar de defender lo fecundo de una hispanización que hizo afirmar, ya en su tiempo, a Bernardo Ortiz de Montellano que «el latín y las lenguas indígenas resultan ser, con iguales derechos, los antecedentes lingüísticos de nuestra literatura», la variante que empezó a cultivarse en esa nación americana a partir del español, se ha alineado de manera insólita con los propagandistas de un rencor fanático e interesado.
El necio canciller Albares y sus acólitos son los cómplices de quienes, renegando voluntariamente de sus orígenes, se obstinan en no reconocer ese hibridismo que «con gran amor por los matices y respeto por la naturaleza heteróclita del mundo colonial especificaban las Leyes de Indias», como en cambio sí que apreció el gran escritor mexicano Octavio Paz.
La verdadera razón que agita el recién descubierto indigenismo de Sheinbaum y los suyos ni siquiera se presenta como reacción tardía frente a la percepción de un supuesto sentimiento de orfandad, surgido como consecuencia del proceder del indiferente invasor. Es algo más ordinario: meras «consignas que proclaman una hostilidad, un antagonismo de fácil digestión y manejo que se revuelve contra otra clase, raza o religión», como sugería Stefan Zweig.
En lugar de contrarrestarlo con la contundencia de los argumentos que aporta la historia, los acomplejados ministros de Sánchez se desviven estos días por esconder rápidamente en el desván las obras artísticas de autores españoles, o criollos, que reflejan aspectos cotidianos de la realidad de otro tiempo, para dejar libre el espacio de los museos a las resistentes manifestaciones del arte precortesiano, que ahora nos envían desde México.
Ciertamente, aquellos indígenas también eran capaces de crear. Pero, por cierto, ¿quién se ocupó de conservar estas piezas? Porque los tlaxcaltecas destruyeron los archivos de Texcoco y Tenochitlán en cuanto se vieron ante la posibilidad de extinguir todo vestigio pretérito de sus rivales, por ejemplo.
La idea de la concesión del Premio Cervantes a Gonzalo Celorio, que cabría atribuirles a dos geniales narradores españoles, Álvaro Pombo y Luis Mateo Díez (el resto del jurado son comparsas), podría significar una rectificación de última hora.
Dado que el escritor mexicano, defensor de ese hibridismo que enriqueció el idioma común, afeó al anterior mandatario de aquel país, el patético López Obrador, su requerimiento del perdón que se nos exige por haber llevado la civilización a América, podría parecer que mediante el gesto de este reconocimiento se quisiera recuperar algo de la dignidad comprometida.
Pero con esta gente no conviene hacerse demasiadas ilusiones. Habrá que esperar nuevos acontecimientos: quizá en una de sus próximas ruedas de prensa, Albares comparezca adornado con unas plumas a lo Cuauhtémoc.
El amor en tiempos de Chatgpt
María y Félix se conocieron, como en estos tiempos apresurados y virtuales, a través de una popular aplicación de citas. A ella le llamó la atención la foto en la que el chico aparecía en la cima de un peñasco, absorto en la lectura de un libro que seguramente fuese un volumen de Superhumor, aunque también podría tratarse de Cumbres borrascosas o incluso algo de Paul Auster.
Él, en cambio, en lugar de agrandar la imagen correspondiente, como hizo María, por intentar descubrir el título de la posible novela, también se aplicó en lo propio, pero en su caso con afán de escrutar hasta el más mínimo vestigio de piel no oculta por el biquini de su próxima conquista, en aquella instantánea en la que ésta aparecía junto a un par de amigas, algo difuminadas, y de espaldas, durante un relajado día de playa.
Las conversaciones iniciadas antes del primer encuentro no podían haber resultado más propicias para la joven, sorprendida por la fluidez de la escritura del conquistador, su precisa sintaxis, la correcta puntuación. Aunque lo mejor se reservaba para el contenido: esa apasionada defensa de películas como El diario de Noah, o la literatura de Javier Marías, la tenían embelesada. Jamás habría esperado hallar en el universo de los cibernautas a un chico tan interesante.
Fijada la primera cita, a María empezaron a entrarle las dudas, si bien como todo va tan rápido, y no era cuestión dejar escapar a aquel extraño ejemplar de varón, una cosa dio paso a la otra, con la última cerveza hasta el catre. Ya en la habitación del chaval, los temores de la invitada se precipitaron. Vale que los padres no le dejaran una balda libre para sus libros en la estantería principal, invadida de figuritas, pero ni en su propio dormitorio…
Además, colgado encima de la cama, en lugar del póster de la última película de Jonás Trueba, tenía otro «vintage» del primer Torrente, con lo que en algún momento había tenido que cerrar los ojos no para recrearse mejor en cada instante de pasión, sino para evitar el encuentro próximo con el rostro de Santiago Segura. Y ya como colofón, como banda sonora de la lujuria, Félix había programado los últimos éxitos de Omar Montes.
La cosa no terminó bien para el amor. Aunque María parecía aún dispuesta a indagar más en sus sospechas (los expresivos mensajes no se correspondían con la naturaleza vulgar y el carácter desabrido del emisor), su compañero, una vez culminado aquel primer y único asalto, se había vuelto para ella un fantasma súbitamente enmudecido.
A los pocos días, y por consejo de una de sus amigas, que la vio algo chuchurría, María encontró un nuevo ligue, tan encantador e ilustrado como aquel fugaz amante de una sola velada. Respondía al nombre de Chatgpt.
El mismo tipo que, curiosamente, había instruido a Félix en el arte del donjuanismo, aportándole sus esenciales armas, se volvería desde ese preciso instante, quién sabe por cuanto tiempo, en el nuevo, inesperado e inseparable confidente, aún puede que más, de María, cuyas carencias en otros terrenos ella había escogido suplir mediante su imaginación, amante a veces más pródiga y desde luego leal.
Sí, la tecnología vale lo mismo para un roto que para un descosido.
Mafia y política se dan la mano en una serie prohibida
Ha tardado cuarenta años en estrenarse, pero el resultado vale la pena, aunque sea como testimonio de lo que ha ocurrido en Italia durante mucho tiempo (posiblemente siga igual), y de las a menudo estrechas relaciones que se establecen, también en otros lugares, entre políticos de toda ideología y miembros de la delincuencia organizada.
Giuseppe Tornatore, luego consagrado con su única gran obra, a veces suficiente para justificar una vida en el arte, ‘Cinema Paradiso’, rodó durante los primeros 80 una serie de televisión, en cinco capítulos, sobre la Camorra, una de las facciones de mafia.
Para El camorrista se reclutó como intérpretes principales a dos estrellas internacionales, Ben Gazzara, el amigo y colaborador de John Cassavetes, y Laura del Sol, aquella actriz española a la que Carlos Saura hizo famosa con su ‘Carmen’. Pintaba muy bien, pero no se pudo estrenar. Mediaset la metió en un cajón seguramente siguiendo algún consejo de quien podía permitírselo.
Vista ahora (en España la ha recuperado una plataforma norteamericana), la ficción aguanta el paso del tiempo, no tanto por sus actores, que no están mal, pero a los que en los casos Gazzara y Del Sol la necesidad del doblaje les resta fuerza y credibilidad, ni por su algo precaria puesta en escena.
Lo que justifica su máximo interés es la perenne validez de la denuncia: la muestra sin adornos de esas cloacas en las que ciertos personajes públicos, que en la superficie fingen despreciarse de acuerdo con los intereses a los que dicen representar, conviven sin ningún tipo de escrúpulo o rubor. Todo sea por el negocio.
Seguramente, la escena que en su día causó mayor revuelo, y quizá la causa de un veto que ha durado cuatro décadas, es aquella en la cual el profesor vesubiano, capo de la Camorra (Gazzara), recibe en su lujosa celda de la cárcel a algunos dirigentes destacados de la democracia cristiana.
Los representantes políticos acuden hasta allí para pedirle un favor: que interceda ante los miembros de las Brigadas Rojas, la siniestra organización terrorista, para que liberen a un concejal de su partido al que habían secuestrado para poner en evidencia las dificultades en el acceso a la vivienda de las clases populares.
En un momento, el profesor se dirige a sus interlocutores y les suelta: «Hace poco, ustedes perdieron al presidente de su partido (Aldo Moro, ejecutado por las Brigadas Rojas), y entonces no movieron un dedo. Ahora, en cambio, se preocupan por el destino de un insignificante concejal de ayuntamiento… Qué raro…». A lo que uno de los invitados responde de manera tan lacónica como significativa: «Ya ve usted…».
Comunistas de gatillo fácil, miembros del partido en el poder, sanguinarios criminales…, todos perfectamente alineados. La serie hubiera supuesto un gran escándalo en su día, seguro. Hoy se ve como si fuese el telediario.
Un discípulo de Camba vuelve a casa
John Cheever, el magnífico escritor galardonado con el Pulitzer de los buenos tiempos, sostiene en sus memorias que «entre los novelistas reina una rivalidad tan intensa como entre las sopranos».
Lo mismo, letra por letra, cabría asegurarse de los articulistas de opinión: algunos, si pudieran degollar a sus compañeros sin tener que pasar por el complicado trámite de la cárcel (que no suele ofrecer tantas comodidades como aquella del profesor vesubiano, de la que incluso se ausentaba sin permiso algunas noches), lo harían con gusto, como las cantantes, jugadores de béisbol y críticos taurinos.
Suele ocurrir incluso (más bien, sobre todo) entre colegas que ejercen en el mismo medio, pero desde luego jamás en El Debate. En esta nave contra el olvido recalan como lluvia pertinaz que va calando sobre las cabezas, y a veces hasta en los corazones, algunos de los últimos mohicanos de un cierto periodismo emparentado con las páginas más gloriosas de singulares escritores de periódico, hasta igualarlos en ocasiones.
Aquí ha vuelto, estos días, a un oficio del que resulta imposible cortarse la coleta, uno que en sus mejores páginas podría medirse, por ejemplo, con el gran Camba, sin que le temblara el pulso ni se advirtiera entre el modelo y su pupilo diferencia más honda que la que procuran la modestia y la humildad.
Luís Pousa, con sus afiladas crónicas atlánticas (síganlas por puro deleite), aporta la visión concreta de lo minúsculo y particular, esa vida detenida, a cámara lenta, de la provincia, pero solo para hacer con ello lo que perseguía Unamuno: a partir de lo singular y concreto ofrecer al individuo una visión más amplia del mundo.
También aseguraba el autor de ‘El sentimiento trágico de la vida’ que esa búsqueda de la lucidez que surge de la intrahistoria del individuo común y corriente suele resultar dolorosa para quien alcanza a ver más allá. Pero para eso Pousa, como también le ocurre a Luis Ventoso, posee de sobra el arcano antídoto de la ironía.