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Reseña de Esperanza

Detalle de la cubiertaAnselm Kiefer

‘La ternura de la esperanza’: la luz se abre paso

El filósofo Byung-Chul Han supera su crítica al neoliberalismo digital proponiendo una entusiasta apertura al prójimo que parte de una explícita renuncia al miedo

Ya en otro momento, y casi de pasada, glosamos la obra de Byung Chul-Han, el influyente filósofo nacido en Seúl y formado en literatura, filosofía y teología en Friburgo y Múnich. Doctorado con una tesis sobre el pensamiento de Martin Heidegger, Han, hasta la fecha, había abanderado una sugestiva denuncia, desde una perspectiva no marxista, a un neoliberalismo basado en el sometimiento voluntario del ser humano. Consciente sin satisfacción ninguna de la supremacía digital (parafraseando a Carl Schmitt, ha llegado a afirmar que «es soberano el que dispone sobre las shitstorms de la red»), había apuntado el retroceso de nuestra sociedad, autorreferencial y narcisista, al prescindir del pudor, la privacidad y la diferencia, atributos inajenables de la persona, consustanciales a su dignidad.

Reseña de Esperanza

Traducido por Alberto Ciria. Herder (2024). 141 páginas

El espíritu de la esperanza

Byung-Chul-Han

Como decíamos, hasta ahora su contrapropuesta pasaba por una especie de rebeldía escapista y desvinculada, la de «hacerse el idiota» para rehuir los nefastos consensos y su mordaza alienante. Apenas había sido la suya una prédica con el ejemplo personal. Han, privilegiado espécimen de homo analogicum, carece de smartphone y de cuenta en redes sociales. Su existencia parece transcurrir al margen del vértigo de la vida occidental. Dispone incluso de lo que más ansía y codicia el atribulado profesor universitario de nuestros días: tiempo de calidad para reflexionar. A esa desobediencia con sordina apenas había sumado una incursión, paradójica por improbable, en el ejercicio del mando como expresión de amabilidad (Hegel y el poder, Herder, 2019). Como decíamos, hasta ahora.

En este caso, Han, que se ha reconocido un católico que no descarta el sacerdocio, parece remitirse sin nombrarlas a las primeras palabras de Juan Pablo II: «¡No tengáis miedo!». Y es que, a su juicio, vivimos tiempos de temor, que, amén de erigirse en un «excelente instrumento de dominio», imposibilita la libertad, agosta todo «horizonte de sentido» y niega tanto la empatía como la «tierna y bella audacia» con que Nietzsche caracterizó a la esperanza.

El pensador descarta las opciones del «optimismo» por infecundo, pues no cataliza en nada nuevo, y de la pseudo-filosofía del llamado «pensamiento positivo», que conduce necesariamente a una felicidad autocontemplativa y egoísta. Muy por el contrario, la «ternura de la receptividad» es constitutiva de la esperanza. En línea con el crucial axioma del amor al prójimo, y frente a narcisismo digital («Quien tiene esperanza no consume», pág. 39), «el sujeto de la esperanza es un nosotros» (pág. 22).

Se desvela aquí el comunitarismo, que no colectivismo, de Byung y quizá, sólo quizá, su apertura existencial de raíz neotomisma en contraposición al determinismo y subjetivismo protestantes.

La «angustia» derivada del miedo, que describe un estrechamiento que bloquea todo horizonte, pasa a erigirse en suelo para el despegue, en condición emulsionante y estadio previo al despliegue de todas las posibilidades de lo humano. Por tanto, «la esperanza más íntima nace de la desesperación más profunda» (pág. 17).

No parece que Han conozca la obra de Pedro Laín Entralgo, pero es llamativo que el camino emprendido por el alemán resulte similar al tomado por nuestro compatriota a mediados del pasado siglo. En este sentido, reconocía Laín en su Descargo de conciencia (págs. 481-482) lo siguiente: «Me preguntaba yo expresamente si la analítica de la existencia no tomaría un cariz totalmente distinto del heideggeriano adoptando como punto de partida para comprender el cuidado de existir (die Sorge) una instalación mental de carácter más bien interrogativo-esperanzado que interrogativo-angustiado». Tal y como Han parece haberlo hecho en esta obra, desde presupuestos parecidos (la suave corrección del maestro Heidegger) ya lo hizo el español en su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1954 («La memoria y la esperanza») y en su posterior libro La espera y la esperanza (1956).

Partiendo de algunas fuentes comunes, como el aludido Heidegger, el Antiguo Testamento o Agustín de Hipona, Laín había concluido en los entonces considerados tan heterodoxos Antonio Machado y Miguel de Unamuno, compatriotas que, por querer siempre esperar, supieron inmunizarse frente a la «inquietud de la desesperanza absoluta». Y es aquí donde, por pedir que no quede, sería sugestivo esperar de Han nuevas reflexiones al trasluz de algunos clásicos de la literatura española, que en verdad no abundan entre sus escogidas notas a pie de página.

Visto lo anterior, que es el presupuesto medular del libro, el filósofo abunda en la relación de la esperanza con la acción (desligándola del cálculo consustancial a la «expectativa») y con el conocimiento (incluyendo atinadísimas observaciones sobre la Inteligencia Artificial y sus limitaciones ontológicas), así como en su radical posibilidad «como forma de vida» (apartándose aquí definitivamente del autor de Ser y tiempo para echarse en brazos de Gabriel Marcel).

Estamos ante una obra reconfortante, un golpe de timón que el autor comparte con el pintor neoexpresionista Anselm Kiefer, al que ha acudido para ilustrar su libro por evidente afinidad electiva.

También esta lectura parece muy adecuada para las pasadas fechas navideñas. Es así que para Han el anuncio de la Navidad representa «una genuina expresión de esperanza» que dota a la existencia de un sentido más allá de la «inmanencia de la acción». A fin de cuentas, como apunta el personaje de Claudel, «¿para qué el camino, si no hay una iglesia a su término?».

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