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19 de abril de 2024

Cartel de la ópera 'Dido y Eneas', coproducción entre el Teatrte del Liceu y el Teatro Real

Cartel de la ópera Dido y Eneas, de Henry Purcell, en los Teatros del Canal

Mucho antes que Shakira fue Dido

William Christie y Blanca Li sirven en los Teatros del Canal una nueva lectura de Dido y Eneas, la ópera inglesa con la que Henry Purcell compuso uno de los más célebres lamentos a la pérdida del amor

Entre las distintas partes que componen uno de los grandes monumentos de la cultura, la Eneida de Virgilio, el cuarto libro se alzó desde su misma aparición como uno de lo más populares, si no el que más. Superando al minucioso, impactante detalle de la caída de Troya, el interés por el relato de los amores entre la reina cartaginesa, Dido, y el caudillo troyano, Eneas, conquistó rápidamente el favor de los lectores hasta inaugurar, en cierto modo, la senda fértil del tratamiento literario de lo sentimental en las relaciones humanas.
La descripción épica de las batallas perdía pujanza ante la posibilidad de hurgar en la naturaleza del despecho, las razones últimas del fatal desencuentro entre dos amantes que lo tenían todo para ser felices, pero cuyos vínculos sucumben ante circunstancias adversas: como tantas veces se vería más adelante en las óperas de Giuseppe Verdi, el deber de Estado, la esfera pública, se interponía ante a la dicha doméstica. Y, de paso, al mismo tiempo que anticipaba en varios siglos el título de una célebre telenovela latinoamericana, «Los ricos también lloran», se abría paso a la posibilidad de explorar el universo femenino en toda su fascinante complejidad, expresando el dolor y consiguiente despecho de una de las primeras señoras ultrajadas de la historia del entretenimiento.
Con esos ingredientes, que provocaron no pocas polémicas literarias también en España, (Garcilaso y Góngora, entre otros, opinaron sobre la idoneidad del relato virgiliano oponiéndose en algunos casos a que se bajara de su pedestal a una dama como la reina cartaginesa arrastrándola por el fango de los bajos instintos), no era extraño que el compositor inglés Henry Purcell, en un país que cultivaba el drama como pocos, inaugurara la incierta senda de la ópera en las islas con una temprana obra maestra, su Dido y Eneas.

Una versión muy digna

La pieza, que alberga toda suerte de dudas acerca de su propia concepción y estructura por haber llegado incompleta hasta nosotros, alcanzó una rápida popularidad: allí donde la palabra no llega para comunicar el espesor de las desventuras del corazón, la música acude presurosa en su ayuda, y en este caso la de Purcell alcanza cotas de una sublime profundidad expresiva en una página tan reconocida como «When I’m laid in Earth…», el Lamento de Dido, consagrada desde su inicio como una de las más bellas, intensas y conmovedoras de toda la literatura operística.
También aquí, a partir del interés de los rastreadores de perlas antiguas y su programación asidua desde la segunda mitad del siglo pasado, Dido y Eneas ha alcanzado una cierta celebridad con versiones que suelen prescindir de la escena, o empleando a veces modestos elementos: el equívoco sobre su posible estreno en una escuela londinense de señoritas, junto a la posibilidad de emplear una limitada plantilla orquestal, ha llevado en ocasiones a la vana pretensión de pensar que se trata de una «obra fácil», dando lugar a voluntariosas representaciones más propias de una gala de fin de curso.
Por eso es de agradecer que los Teatros del Canal hayan decidido ofrecer ahora esta obra, que después también podrá verse en Barcelona, en un escenario tan amplio y quizá poco apropiado como el del Liceu, en una versión interesante, cuidada en ciertos aspectos, fundamentalmente el musical, aunque no llegue a seducir como otros montajes modernos, los que han firmado Deborah Warner o Sasha Waltz en distintos momentos y lugares. El escueto, incompleto y a día de hoy aún virtual programa de mano partía ya de una cierta confusión, denominar «Dido y Eneas» como «ópera coreográfica», cuando en realidad no es tal. Purcell, en una práctica muy común en su época, decidió incluir números danzados para completar la casi inexistente acción pero sin renunciar a que las partes cantadas tuvieran el protagonismo esencial.
Desde una revisión contemporánea de una pieza sobre la que existe más de una duda acerca de su propia configuración original, nada habría que objetar a que se integre el baile como unos los vértices fundamentales de la dramaturgia, más allá de lo prescrito. Al contrario, hemos visto hace poco una propuesta mucho más eficaz en ese sentido, el ejemplar Orfeo de Sasha Waltz que el Teatro Real programó hace un par de meses, sin ir más lejos. Pero si se apela a una cierta «puesta al día» de conceptos e ideas que pueden tener su explicación en el original, como por otra parte ocurre con el espíritu de toda obra que se dirige a las personas a través de los siglos con asuntos tan comunes que trascienden el propio tiempo, no es necesario apelar como coartada a definiciones inexactas que solo confunden al espectador menos informado.

La música entorpecida en el escenario

A partir de ahí, la colaboración entre Blanca Li y William Christie resulta en cierto modo descompensada, cuando no fallida. Si lo que la coreógrafa pretende, como ella misma ha asegurado, es clarificar, completar lo que no está dicho en la acción, sus intenciones logran en ocasiones todo lo contrario: ocultar y ensombrecer, lo cual tiene su particular correspondencia en una iluminación precaria en recursos que sitúa a los personajes en una eterna penumbra de inciertas intenciones.
Al convertir prácticamente todo el escenario en una suerte de charco con el que se pretende emular la presencia del mar, elemento primordial en la narración, el suelo termina transformado en una ruidosa pista deslizante en la que los bailarines, al ejecutar sus movimientos, casi siempre acrobáticos, provocan lógicos e inusuales chasquidos que a menudo se mezclan con el discurso musical y las voces. El efecto quizá podría impactar a alguien durante los primeros minutos, pero luego ya se vuelve monótono y repetitivo, interfiriendo la escucha, colándose entre la sutil paleta cromática que emana de la orquesta galvanizada por esa suerte de Veronese del sonido que es William Christie.
Se podría llegar a convivir con esta cierta incomodidad si los resultados, en lo que a la puesta en escena se refiere, llegasen a suscitar la emoción estética, el ansiado deslumbramiento que conlleva ese hallazgo que primero agita, luego conmueve y finalmente arroja novedosa luz sobre el fondo de las acciones excitando la imaginación y el entendimiento, la fantasía y la idea. No ha sido el caso esta vez, aunque la implicación de todos los bailarines es absoluta; su trabajo, excelente.
Conscientes quizá de la dificultad de imbricar a bailarines y cantantes, algo que Sasha Waltz logra en cambio de un modo admirable, los personajes principales, como en tantos otros montajes de óperas barrocas, aparecen situados en pedestales, cual estatuas, aquí algo más elevadas para permitir que la parte fundamental de sus cuerpos sobresalga por encima, con la voz proyectada hacia la platea, mientras en frente de ellos, o justo debajo, transcurre la acción danzada. Todo el movimiento coreográfico adquiere su mayor atractivo en esas escenas en las que traduce el frenesí de los amantes con poderosas imágenes que sugieren embestidas y acoplamientos. Grotesco, en cambio, resulta el bien empastado coro cuando debe realizar algunos pasitos en una acción que pone en evidencia la suprema dificultad de situar danza, canto y música en un mismo plano expresivo para ofrecer un espectáculo total que los integre y unifique.

Una muestra de voces intachables

Por el capítulo de las voces, esa unidad estuvo algo más conseguida, aunque a Christie su tan loable intención de promover siempre el talento joven le lleve en ocasiones a rodearse de cantantes no siempre adecuados. Muy modestos en medios los secundarios, en cambio resultaron intachables las dos protagonistas, de carreras en ascenso, como son la mezzo Lea Desandre, Dido, y la soprano Ana Vieira Leite, Belinda, dos de los últimos descubrimientos más interesantes surgidos del taller vocal del maestro norteamericano.
Desandre, más soprano que mezzo, expone una Dido austera, concentrada, elegante, que al final, cuando es consciente de la partida del amante, aquel que ha decidido abandonarla para cumplir su rol de fundador de futuros imperios, confiere a su célebre lamento todo su trágico dolor pero envuelto en esa atmósfera despojada, evanescente, sutil a la que el propio Christie contribuye con un acompañamiento cincelado con esmero, el tiempo extendido al máximo. Representa la exacta traducción en música de la resignada aceptación de un destino que se precipitó claramente dibujado en el aire desde el mismo momento en que cruzó la primera mirada con Eneas.
La Belinda de la portuguesa Vieira es todo luminosidad y encanto a partir de una voz magníficamente proyectada mientras el Eneas de Renato Dolcini, que aquí adopta también, equivocadamente, el papel de bruja (quizá la máxima crueldad debe ser representada ahora por un hombre en el diseño de esa masculinidad eternamente culpable que tanto se lleva), resulta algo avaro de acentos, monótono, poco variado y con una voz que nada tiene que ver con los Eneas más heroicos de otras producciones. Bien está que al final pueda parecer algo melancólico como para atenuar su remordimiento: ¿en realidad desea permanecer al lado de la amada pero no puede él tampoco sustraerse a los designios de su propio destino?
Y qué decir de Christie, un hombre que conoce como pocos los secretos de una obra que le ha acompañado muchas veces, en numerosas producciones y varias producciones a lo largo de su extraordinaria carrera, plena de merecidos honores. En busca del máximo despojamiento se vale de una plantilla orquestal muy reducida, con él situado al fondo, tocando el clave, desde en un rincón del escenario para no restar protagonismo a solistas, bailarines y cantantes. La suya es una interpretación elegante, sobria, serena, que si puede pecar de alguna cosa es quizá de un cierto distanciamiento intelectual, pero en cualquier caso siempre enriquecida por un exquisito despliegue de colores luminosos con los que explora cada recoveco de la obra revelando toda su compleja variedad de matices. Los integrantes de Les Arts Florissants, el conjunto que él ha modelado a su imagen y semejanza, estuvieron a la altura de sus intenciones mostrándose flexibles e incisivos para desvelar todas las audacias armónicas que el compositor despliega y contribuyendo a dar sentido a un drama que desemboca en esa visión plenamente interiorizada que Christie parece haber heredado de Schopenhauer: «No hay que entregarse a grandes júbilos ni a grandes lamentos ante ningún suceso, porque la variabilidad de las cosas puede modificarlo por completo en cualquier momento».
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