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04 de mayo de 2024

Antonio Pappano y la LSO, el martes en el Auditorio Nacional

Antonio Pappano y la LSO, el martes en el Auditorio NacionalCésar Wonenburger

Sir Antonio saca a bailar a la Sinfónica de Londres

La prestigiosa orquesta londinense y su nuevo titular tiñen de colores el Auditorio Nacional con las 1001 noches en el harén de Sail, más dosis de Bartok y Beethoven

La elección de sir Antonio Pappano como nuevo director titular de una de las más insignes agrupaciones europeas, la Sinfónica de Londres, ha propiciado que en esta primera visita conjunta a España pudieran apreciarse ya algunos de los primeros frutos de su aún reciente unión. Matrimonio forzado, aseguran algunos, tras la precipitada salida del anterior responsable musical, sir Simon Rattle, «huido» a Alemania harto de las nefastas consecuencias del Brexit, los recortes en cultura y las promesas incumplidas de los políticos de su país: entre las principales, una nueva sede que pocos esperan en estos tiempos convulsos, de incertidumbre económica, para la histórica orquesta.
Por las venas de Pappano fluye a borbotones la ópera, y como director de foso le recordamos en su primera aparición madrileña, aquel ya lejano Peter Grimes de tan grato recuerdo. Luego le hemos visto en su casa del Covent Garden londinense en varias ocasiones, y también en el nuevo auditorio que Renzo Piano proyectó como magna sede de la Accademia Nazionale di Santa Cecilia, a las afueras de Roma. Al hacerse cargo de esta agrupación, su compromiso con el repertorio sinfónico se hizo más sólido y permanente, por más que también aprovechara, de vez en cuando, para programar óperas en concierto, como aquel Guillaume Tell con el que cosechó magníficos resultados, aunque uno prefiera siempre el de Alberto Zedda.
El director británico, de ancestros italianos, aplica esa honda huella lírica a todo lo que hace. De ese modo, el programa con el que se presenta estos días en Madrid y otras ciudades ofrece un hilo conductor que, a través de la danza, ensalza los valores más puramente teatrales enunciados en los pentagramas. Ezra Pound sostenía que «la música empieza a atrofiarse cuando se aleja en exceso del baile», y de algún modo u otro este estuvo presente en las tres obras, bien diferentes, que la Sinfónica de Londres ofreció en el Auditorio Nacional.

Cuerda dúctil, ligera y empastada

Para empezar, el Bartok de su Divertimento para cuerda, que ya puso de relieve las excelentes cualidades de esta sección, dúctil, ligera cuando es preciso, empastada. Emparentada con el primero de sus conciertos para violín y la Música para cuerda, percusión y celesta, la obra dialoga a la vez con el pasado a través de sus características formales, que la acercan al modelo barroco del Concerto Grosso, mientras por sus poros se cuelan referencias a la música húngara folclórica, sobre todo en ese trepidante tercer movimiento de aires gitanos, un soplo de aire puro con el que culmina después del áspero rigor del primero y la tenebrosa penumbra, que seguramente inspiró a tantos compositores de bandas sonoras, del central. Un notable arranque.
Para quienes no lo conociesen, el descubrimiento del concierto para violín del pianista y compositor turco Fazil Say, 1001 noches en el harén, seguro que supuso una sorpresa muy agradable. El público lo acogió con una cálida ovación. Música del siglo XXI (se estrenó en 2008) que se deja escuchar con verdadero deleite a partir del conocimiento profundo de dos tradiciones musicales, la occidental y la proveniente de Oriente Medio, y de su sutil dominio del arte de la orquestación.
El director de orquesta sir Antonio Pappano

El director de orquesta sir Antonio Pappano

Say utiliza la amplia paleta que le proporciona una agrupación sinfónica, a la que incorpora instrumentos turcos y norteafricanos (kudüm, bendir, darbuka…), no para marear la perdiz si no para proponer su propia versión de lo que Rimsky-Korsakov (el rey de los orquestadores, con Ravel) ya nos había ofrecido en su colorista aproximación a las Mil y una noches, la encantadora Scheherazade.
En la popular creación del compositor ruso se aprecia la mirada occidental ante el deslumbramiento que al viajero le produce la gran variedad de colores que se hallan expuestos, por ejemplo, en los zocos. Del mismo modo que en Las voces de Marrakesch Elías Canetti sugiere que le gustaría perderse entre las especias, cautivado por «la prodigiosa mezcla de aromas» que se eleva hasta su nariz, en Rimsky prevalece la fantasía soñada.
En cambio, Say, que ha vivido plenamente las dos culturas, utiliza el soporte que le brinda la orquesta para propiciar un diálogo capaz de engarzar en la sonoridad más próxima a nuestros oídos occidentales su propia visión del mundo que él conoce de primera mano. El inicio presenta ya una clara declaración de principios, con el obsesivo ritmo percutido que nos sumerge de inmediato en la atmósfera misteriosa de una realidad distante pero plenamente cautivadora.

Orquesta y danza

Para poner en pie su deslumbrante concierto, Sail contó desde el inicio con la colaboración de la violinista georgiana Patricia Kopatchinskaja, que desde su misma aparición nos sumerge en la atmósfera de lo que va a acontecer, con su vestido alejado de la formalidad tradicional o quitándose las bailarinas de sus pies, para moverse con mayor libertad y soltura, y poder danzar con un instrumento que domina hasta en sus más recónditos secretos con una mezcla de extraordinario virtuosismo y expresividad a flor de piel, aunque no despojados de un cierto histrionismo. Tal despliegue de movimientos a veces puede distraer de lo esencial, pero aquí parece parte indispensable en las intenciones del propio compositor. En la teatralidad del conjunto, cargado de imágenes poderosas y sugerentes, Pappano, un soberbio narrador, se muestra a sus anchas y la orquesta lo secunda con todas sus secciones siempre alerta, absolutamente implicadas en la fiesta.
Los conjuntos viajeros, como la LSO, tienen a gala mostrar su compromiso con la música actual, lo cual aporta un gran estímulo cuando se ofrece una obra de la calidad del concierto de Sail, pero también les resulta imprescindible para poder trazar las bases de su renombre y categoría medirse con las grandes piezas del repertorio. Y aquí Pappano, en absoluta coherencia con el resto del programa, eligió uno de los pilares sobre los que descansa la celebridad de Beethoven, esa Séptima sinfonía que Wagner denominó «apoteosis de la danza».
Pareciera como si las grandes formaciones sinfónicas sufrieran hoy de un cierto complejo, el que les inocularon sus hermanas pequeñas, las agrupaciones llamadas historicistas, en su permanente búsqueda del santo grial de la verdad interpretativa. Lo cual nos priva a los más retrógados de esas sonoridades graníticas, sólidas como el pan de dos días que sirven en algunos desvergonzados restaurantes, que, tristes de nosotros, aprendimos a escuchar en las antiguas versiones de Karajan, Klemperer o Szell. En aras de una mayor verosimilitud, se han impuesto interpretaciones desprovistas de la grasa, de aires menos saturados, ritmos ágiles y sonido transparente. De ahí que, influidos por ese afán riguroso, los conjuntos más tradicionales hayan buscado la manera de adaptarse también a los nuevos tiempos, en lugar de permanecer fieles a su tradición.
Pappano, que impone unos «tempi» férreos, a lo Toscanini, no duda en incorporar algunos matices: ausencia de vibrato en la cuerda y omnipresencia del timbal, aquí casi convertido en solista. Lo que importan son los resultados y su lectura resultó, como cuando se adoptan este tipo de compromisos, interesante aunque no reveladora. La respuesta orquestal resultó formidable. Beethoven, ya acostumbrado a todo, no se resintió de las dudas sobre el modelo a aplicarle y su música ejerció una vez más como el reconstituyente bálsamo de siempre para las almas atribuladas, un soplo de esperanza en medio de la nada.
Como resulta en estas visitas, también se pudo disfrutar de los regalos. En la primera parte, la violinista obsequió en su segunda propina una obra de esas que hacen brotar las risas espontáneas del público, quizá como búsqueda de aquello que manifestaba Goethe: «El arte auténtico sólo puede brotar del íntimo vínculo entre el juego y la seriedad». Crin, la breve pieza del compositor Jorge Sánchez-Chiong, sugiere que el solista debe incorporar pequeños gritos y algunas vocalizaciones, un efecto humorístico, completamente inocuo. Algo, el hecho de que «la música, la buena música, pueda ser divertida y graciosa» (como sugiere Alfred Brendel en el prólogo de El humor en la música de Benet Cablancas), que «todavía no ha sido universalmente reconocido».
Ya en el tiempo de descuento, con su contemplativa lectura de la Pavana de Fauré, Pappano y la LSO tiñeron el aire otoñal de una vaga melancolía que seguramente se apoderó de los asistentes en el regreso a sus hogares. Alguno incluso silbaba la pegadiza melodía por el camino.
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