El nuevo álbum de Beyoncé, Cowboy Carter, lanzado el pasado viernes, es un homenaje a la naturaleza sureña de la artista. 27 canciones para la segunda parte de las tres que conforman su trilogía Renaissance.
El country negro por el que la crítica se explaya en elogios tales como el de la reinvención de la música popular estadounidense por su adaptación a los nuevos tiempos, es decir, porque incluye a la raza negra en un género tradicionalmente blanco.
Cowboy Carter, así, se sale del género. O lo incorpora. Algún crítico ha dicho que «sale de las polvorientas restricciones del género». Un poco (o un mucho) de revisionismo para ampliar las fronteras de la música y el público de Beyoncé.
Los de Nashville, la cuna del country, no están del todo contentos y el asunto se entiende un poco con solo imaginar la incursión en el flamenco de una estrella del rock esquimal. La música no tiene fronteras, pero sí debe de tener un mínimo sentido común.
Al parecer la cantante de Texas, según AFP, «guía a los oyentes a lo largo de la evolución del country, en un viaje desde los sonidos espirituales afroamericanos y las notas de violín hasta sus mujeres pioneras, como en la colaboración de Linda Martell, y luego proyecta una visión de futuro».
Hacia ese futuro la acompañan jóvenes como Miley Cyrus, Post Malone y Tanner Adell y mitos veteranos como Willie Nelson y Dolly Parton. Hay mezclas imposibles y dudosas, de seguro éxito, como el «sampling» de These Boots Are Made for Walkin de Nancy Sinatra, el hip-hop y el house revuelto con el country para darle la vuelta y reivindicar con él el «orgullo femenino y negro».
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