Rossini, el mecenas gallego y su 'Stabat Mater'
La principal obra sacra de Gioachino Rossini, estrenada un Viernes Santo, tuvo su origen en Madrid, gracias a un personaje galdosiano

El compositor Gioachino Rossini
A Rossini le encantaba el dinero, también la buena mesa. Por eso se retiró pronto, para poder seguir gozando de la espléndida vida que le procuró el trabajo que, desde la adolescencia, se impuso como eje y guía de su temprana existencia, un plan inalterable al que se dedicó con denuedo, en cuerpo y alma.
Durante sus años de galeras compuso a destajo, creó una larga lista de obras maestras imperecederas, sobre todo en el terreno de la ópera, cómica y seria, y disfrutó del mayor de los éxitos y de una popularidad como no obtuviera ningún otro músico de su época.
Ni siquiera Beethoven, que le tenía en más alta estima de lo que podría intuirse en la frase que le dedicó durante su encuentro vienés, llegaría a hacerle sombra en sus años de máximo esplendor creador.
El italiano fue a rendirle pleitesía en su casa, y el responsable de Fidelio, algo impertinente, parece que le aconsejó en su breve encuentro: «La ópera seria no es el punto fuerte de los italianos. Para componer un verdadero drama les falta ciencia musical, ¿y cómo podrían adquirirla en Italia…? Sobre todo, escriba muchos ‘Barberos’. No intente hacer más que operas bufas; sería desafiar al destino querer triunfar en el otro género».
Por una vez, Beethoven seguramente erró su juicio
Beethoven, que no era infalible en sus vaticinios, se equivocó. En los esenciales dramas de su colega, como La Donna del lago, Maometto II, Ermione, Semiramide y Guillermo Tell, … quizá concebidos para el público de otra época (el que en la segunda mitad del siglo XX comenzó a apreciar su inobjetable grandeza, gracias a las rigurosas, exquisitas interpretaciones que a partir de entonces se empezarían a servir de todos ellos), fue donde Rossini pudo realizar mejor su meta de fusionar, en un equilibrio tan logrado como deslumbrante, lo apolíneo con lo dionisíaco.
En cualquier caso, cumplidos los 36 años, y tras el triunfo, no exento de algunas críticas desviadas, que alcanzó con su última obra para la escena parisina, el citado Guillermo Tell, Rossini puso fin a su carrera.
Hay quien señala que ya no se sentía a gusto con los nuevos vientos que soplaban en la creación musical. Y como nada tenía que arriesgar en ese momento, pues su reputación le precedía (como suele decirse en estos casos), prefirió retirarse a ver los toros desde la barrera antes que plegarse a los gustos volubles de otra época.
Stendhal, en cambio, juzgaba que la decisión de su adorado compositor obedecía, más que a las dudas razonables acerca del futuro, a un cierto cansancio, acumulado durante más de dos décadas de febril actividad, bien es cierto que acompañada de los pingües emolumentos que le procuró su talento, y a las ganas de disfrutar de los placeres mundanos de una vida muelle, ya sin los agobios propios de los encargos.
A partir de entonces, Rossini solo abandonaría la indolencia para escribir canciones, cortas piezas musicales (los célebres Pecados de vejez) y, sí, un par de genialidades más, consagradas a la música para la Iglesia: sobre este autor, también pesaba la idea de que para alcanzar la gloria definitiva resultaba imprescindible medirse con la escritura de alguna composición de género sacro, de aproximarse y cultivar a su modo la antigua polifonía.
Y quizá, hasta le persiguiera el atrevimiento, o la necesidad, de pronunciarse acerca de cosas más profundas que las trivialidades sobre las que a menudo se tejen las historias humanas.
Una obra que nació en un almuerzo madrileño
La ocasión, en el caso del Stabat Mater, se le apareció en Madrid, cómo no, durante un opíparo almuerzo en casa de uno de esos fascinantes personajes que gozaron de la atención del propio Galdós, que lo retrató brevemente en Los apostólicos, penúltimo de la segunda parte de los Episodios Nacionales.
El anfitrión ese día, Manuel Fernández Varela, ferrolano por nacimiento, pero residente en el foro, se doctoró en Teología por la Universidad de Santiago de Compostela, antes de iniciar una brillante carrera, primero como deán de la catedral de Lugo, luego arcediano de Madrid, predicador de Su Majestad y finalmente comisario general de Cruzada.
Aquel gallego culto y generoso, también acumuló considerables rentas, que en palabras del autor de Fortunata y Jacinta hicieron de él un «mecenas, un magnate, superior por mil conceptos a los estirados e ignorantes señorones de su época, a los rutinarios y suspicaces ministros».
De ese modo, Varela, en cuya «mesa se comía mejor que en ninguna otra… la mejor de Madrid», parece que convocó, junto a varias damas hermosas y elegantes (porque «no estaba por el ascetismo en esta materia», según refiere Galdós), a Rossini. Y de ahí surgió la idea para el «Stabat Mater», que llegaría estrenarse el Viernes Santo de 1833 en el convento de san Felipe el Real de esta capital.
Con el encargo ya en ciernes, Rossini se fijó en el modelo del Stabat Mater que había compuesto Pergolesi sobre el texto atribuido a Jacopone da Todi, uno de los principales poetas italianos de la Edad Media.
La plegaria, que comienza con la frase Stabat Mater dolorosa (Estaba la madre dolorosa) medita sobre el sufrimiento de la madre de Jesús durante su crucifixión, e inspiró a Lope de Vega una hermosísima traducción al español, que en su inicio dice así: «La madre piadosa estaba / junto a la Cruz y lloraba, / mientras el Hijo pendía».
Existen dos versiones de esta obra, porque parece que Rossini debía de andar algo despistado, quizá hubiese perdido facultades, agilidad, reflejos o se sintiera indispuesto, porque para llegar a cumplir con la encomienda de su benefactor tuvo que recurrir a los servicios de un ayudante, Giuseppe Tadolini, que suministró siete de las trece partes de que consta la primera obra, la que se estrenó en Madrid. Rossini volvería a ella más tarde para propiciar una segunda interpretación ya de su propia, completa autoría, que vio la luz en París, el 7 de enero de 1842.
El certero análisis de un recordado especialista
Resulta muy interesante el análisis que de esta obra maestra realizó en sus Divagaciones rossinianas uno de los grandes defensores de la partitura, como intérprete y a la vez estudioso, el genial Alberto Zedda, que en sus últimos años llegó a servir varias iluminadoras lecturas, inolvidables, de la misma en distintas ciudades españolas (La Coruña, San Sebastián, Madrid) con intérpretes siempre de primer nivel (particularmente recuerdo a Anna Caterina Antonacci, Daniela Barcellona, Celso Albelo, Michele Pertusi, …).
Sus comentarios resultan útiles y reveladores por cuanto surgen del pensamiento de un italiano cultivado, que conocía perfectamente la manera de componer de sus compatriotas, su carácter y pensamiento a la hora de afrontar un momento tan decisivo como el de la visión de lo trascendente desde una perspectiva artística.
Señala Zedda que «el hombre latino es poco amante de la meditación, de la reflexión introspectiva y paciente. Su modo de comunicar con lo trascendente exige la participación activa, el diálogo encendido, la confrontación directa. Alegrías y penas no se consuman en recogimiento silencioso, sino que se expresan con gestos externos dictados por la necesidad de obtener una implicación colectiva» (no hay más que ver cómo se viven algunas procesiones, sobre todo en el sur ibérico).
La protesta se mezcla en ocasiones con la súplica
Y por consiguiente, la respuesta del «músico latino» no se aparta demasiado de esa misma realidad: «De las sacras representaciones al madrigal, de los himnos litúrgicos a las misas, la tentación de mezclar lo sacro con lo profano, la protesta con la súplica, la rebelión con la sumisión, la irrisión sacrílega con la devoción, aparece constantemente en la música sacra de los maestros italianos».
Rossini no representa una excepción, pero a su manera, sin abandonar una cierta tendencia al melodrama, la vocalidad se despoja «del virtuosismo belcantista para adentrarse en los tormentosos caminos del canto significante, como nunca había sucedido con tanta determinación».
En su Stabat mater, «para cultivar la utopía de la belleza absoluta, el compositor “congeló en fórmulas idealizadas las lágrimas del sufrimiento y los abandonos de la pasión, con el fin de no envilecer los sentimientos con la contaminación de los afanes cotidianos. El dolor de la Madre, el misterio del ‘sacrificio’, le tuvieron que parecer tan grandes y lejanos como para verse liberados por sí mismos del peligro del sentimentalismo».
Puede que, en el medio, durante el camino, el compositor se desvíe en ocasiones de sus auténticas intenciones hasta resultar él mismo presa de cierta retórica teatral, sin descontar la inmensa belleza que se extrae de su innata capacidad para crear melodías cautivadoras; pero como advierte el propio Zedda, sobre todo el inicio y el final de esta maravillosa pieza resultan sobrecogedores.
Si en el gran fresco introductorio, el Stabat Mater, «donde solistas y coro alcanzan un perfecto equilibrio expresivo», Rossini «conquista imperiosamente una clave emocional destinada a empapar toda la ejecución», su conclusión, In sempiterna secula, logra conjugar «la severidad del estilo imitativo con la urgencia de alcanzar la meta de la beatitud».
«Porque cuando quede en calma/ el cuerpo, vaya mi alma/ a su eterna gloria. Amén» (en la traducción de Lope de Vega).