Nadine Sierra y Xabier Anduaga, en una imagen de 'La Traviata'
Crítica de ópera
'La Traviata del reloj' entusiasmó sin conmover
Nadine Sierra se quedó algo lejos de su triunfal retrato de la cortesana de Verdi, en Barcelona, aunque el público del Real terminó aclamándola al final de la representación, durante el estreno de una ya conocida producción
Nunca conviene excederse demasiado con las expectativas. Después de sus triunfales funciones de La Traviata, a principios de este año, en Barcelona, se aguardaba con la máxima expectación a la reciente estrella norteamericana, la soprano Nadine Sierra, en su nueva tanda de representaciones de la ópera seguramente más popular de Verdi, programadas desde ayer mismo en el Teatro Real madrileño.
Pero a ocasiones distintas corresponden, también a veces, resultados diferentes. Ya lo sugería Heráclito a propósito de lo que ocurre al repetir baño en el mismo río, y la propia artista se ha encargado de corroborarlo en una entrevista reciente: «En la ópera no se puede hacer historia todas las noches». Pero siempre hay que intentarlo.
La de ayer seguramente no permanecerá en los anales definitivos de este teatro, con un glorioso pasado antes de su refundación. Por más que, en conjunto, la valoración pueda resultar muy positiva, no se ha alcanzado ese grado de casi perfección en todos los órdenes, el chispazo genial que convierte una disfrutable experiencia lírica en un suceso inigualable, capaz de removernos por dentro; algo que, en la ópera, tiene mucho que ver con el imperio de las emociones, más bien acotadas en esta versión.
Quizá jugara en contra del logro de esa ideal aspiración de excelsitud, siempre pretendida, en primer lugar, la propia producción, bien conocida ya desde su estreno hace justamente veinte años, en Salzburgo (y que ya casi solo restaría por proponerse en el Teatro-Circo de Albacete).
Lo de despojar el escenario de todo elemento tenido por superfluo, residual o redundante no es algo que se inventara Willy Decker, el responsable de la escena. Ya Peter Brook, con cuatro sillas, se encargó de demostrar que se podía montar hasta «Carmen» (Carlos Saura se murió deseando llevar a la escena algo similar con la ópera de Bizet), si, a cambio, la verdad dramática se impone gracias al trabajo de unos intérpretes muy implicados con las ideas propuestas para compensar ese vacío.
Aquí hay varias interesantes, a partir de la concepción de la propia ópera verdiana como un estudio sobre el final de los días de vino y rosas, antesala de una muerte que no nos evita ni siquiera la experiencia personal de un gran amor o pasión; si acaso la distrae, pero nunca detiene su curso inexorable.
En esta lectura, algo fría, analítica, bergmaniana, la proximidad del funesto desenlace se anuncia explícitamente mediante dos presencias constantes: la del gran reloj que marca el plazo y ese doctor Grenville al que solo le faltaría la guadaña, para recordarle a la protagonista que su vida de excesos la conduce sin remedio hacia un fin próximo.
No tiene cura posible. Al menos, no en este mundo, porque Verdi, tan adicto a las redenciones como su rival, Wagner, suele proponer una vía de escape frente a la sordidez de un mundo que conocía bien, el de la supuesta «buena» sociedad, otorgándole a sus criaturas preferidas una segunda oportunidad.
Esa que, en la religión, se correspondería con el paraíso o, para este autor, más concretamente, una instancia superior, acomodada incluso para sus descarriados personajes, cuando, como sucede aquí, su excepcionalidad, la pureza revelada de su interior, su rectitud moral, los convierte en fáciles víctimas de esa colectividad depredadora que observa con turbia mirada al diferente, aquel que no se somete a sus rígidos códigos de hipocresía, humillación e intereses espurios, procurando obtener ventaja del desvalido.
En este contexto, Decker se toma la libertad de convertir al coro, de hombres y mujeres en el original, en uno solo masculino (las cantantes se caracterizan de varones), como si Violetta únicamente fuera víctima de la violencia machista, capaz de usarla, despojándola de su propia identidad, para luego desecharla y sustituirla por otra en cuanto ya no puede servirles.
Una arbitrariedad o absurdo, capricho del director. En la sociedad burguesa que retrata Verdi, el monopolio de la iniquidad no es cuestión de sexos: probablemente esta mujer, por su conducta, tendría entre sus peores críticas a varias de sus propias amigas y muchas conocidas. Eso, también, es la diversidad.
En el propio retrato de la protagonista hay algo que chirría, y que perjudica a la propia interpretación de Nadine Sierra durante el primer acto. Una cosa es la vulgaridad implícita en el propio texto, y otra cosa convertir a Violetta en una prostituta como las que estos días comparecen retratadas en los sumarios de los políticos.
La exageración de la sensualidad desbordante que exhibe sin pudor esta Violetta de Bunga-Bunga berlusconiano poco, o nada, tiene que ver con el refinamiento de una cortesana apreciada no solo por sus virtudes en el catre, si no por su distinción, clase y desenvoltura en los mejores ambientes (así se retrataba a la real, Marie Plessis, y de ahí su éxito).
Rebajándola hasta convertir lo sugerente en soez, se verifica una distorsión entre lo que el personaje expresa y su propia naturaleza que convierte los contoneos de la soprano en una suerte de sobreactuación que le resta encanto: tratándose de Verdi y de su máxima creación femenina, la belleza prevalece siempre frente a la común ordinariez (también entre las meretrices existen clases, que se lo pregunten a las que ejercen su maestría en enclaves que aún retienen el glamour de otras épocas, como las elitistas pistas de esquí de Cortina D’Ampezzo o Gstaad, nada que ver con Candanchú).
A partir de ahí, el primer acto, resulta el menos convincente en el retrato que Nadine Sierra traza de Violetta. Por más que todas las notas están ahí (y alguna suplementaria en las cadencias), su expresividad parece comprometida por la actuación (por cierto, en su gran escena, rematada por un sobreagudo seguro pero corto, se ahorró la segunda estrofa).
Su implicación gana enteros durante el segundo, aunque deje correr dos momentos de la máxima inspiración dramática: cantar la sublime frase «Dite alla giovine» de cara a la pared no parece la mejor idea, y al «Amami Alfredo!» le faltó una mayor intensidad que, cuando se da, suele provocar un alboroto en la platea: aquí pasó sin mayor respuesta.
El mejor momento para ella llegó, quizá, con el célebre «Addio de pasato», expuesto con unas buenas dosis de patetismo que reclamaba un mayor abandono.
En el dúo con Germont padre hubo un buen intercambio entre la Sierra y el barítono, Luca Salsi (algo perjudicado por los tiempos a ratos letárgicos del director), de instrumento recio, amplio y sonoro, aunque expresar nobleza no sea su fuerte: lo intentó en su conocida aria, pero la idea de susurrarla en algunos momentos como si se tratara de un lied de Schubert compromete el vigor de los acentos y el ritmo. Se le aplaudió, sin que se llegara a solicitarle el bis, como suele ocurrir con las grandes interpretaciones (tampoco ocurrió en ningún otro momento con el resto de los protagonistas).
Xabier Anduaga, promovido al primer reparto, posee unos medios idóneos para aportar mayor refinamiento a un personaje que puede parecer un patán. En efecto, Verdi no lo estima, pero le concede varias frases muy apreciables, que permiten el lucimiento de un intérprete sensible.
El tenor donostiarra exhibe un timbre hermoso y una franja aguda de excelente proyección y poderío. Sin embargo, no basta con colgarse del sobreagudo al final de la cabaletta. Ya antes, en el recitativo, se requiere un fraseo más pulido y fantasioso.
Es joven y tiene mucho margen para ir superándose. Si bien, con lo que ya dispone, en el erial de los tenores de nuestros días, ya le bastaría para hacer una gran carrera, debe sopesar si lo que desea es situarse entre los intérpretes históricos de su cuerda o triunfar sin despeinarse.
Material no le falta; le sobran, por ejemplo, sí, ciertos engolamientos que afean su emisión, como en su primera frase, casi ininteligible. Ha mejorado además como actor y compone un Alfredo ardoroso, a veces demasiado, como en la escena de las cartas. Cuando se emplea en la sutileza del claroscuro, como al principio de «Parigi, o cara», su canto gana muchos enteros.
Con el lujo de llamar a Giacomo Prestia para hacerse cargo del doctor Grenville, el plantel de los roles comprimarios se lució sin mayores problemas. Albert Casals, desde luego, está para interpretar cosas de mayor enjundia que Gastón. Y el coro, salvo alguna entrada a destiempo, más por defecto de la batuta, mostró su habitual profesionalidad. Si no lució mejor en el gran concertante del acto tercero se debió, también, a la falta de tensión que mostró la desigual lectura musical del director.
Al frente de una inspirada Sinfónica de Madrid, Henrik Nánási fue como un concertador hábil, aunque a veces pusiera en apuros algún cantante (Salsi) alargando los tiempos hasta el límite. Lo mejor fueron los preludios, donde sacó partida del notable desempeño de la cuerda (que en esta obra resulta crucial).
En el cómputo global, su versión quedó corta de nervio y garra, una mayor fluidez narrativa: a ratos esa morosidad apuntada se tornó aburrimiento. La escena de la fiesta, donde podía explayarse en contrastes, resultó por ello plana.
En definitiva, La Traviata del reloj, que es como el ingenio popular ha bautizado a esta producción, le sigue perteneciendo, de momento, al recuerdo no superado de su primera protagonista, una Anna Netrebko que alcanzó el estrellato planetario extrayendo todo su jugo del personaje, hace justamente dos décadas.